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Rafael Soto | Parecen eternos

Amenazante, la dorada luz de julio inunda la penumbra de mi habitación. Despierto de la siesta y dirijo la mirada hacia la ventana. Los espacios entre las lamas de la persiana dejan escapar borbotones de luz desbordante. La intensidad lumínica no me ciega, sino que más bien me entretiene. Disfruto de un momento que sé que es efímero.


Remoloneo en la cama medio dormido y empapado en sudor. Atrapado entre luces aceitosas y sombras sedantes, se me vienen recuerdos desordenados a la cabeza, cuya procedencia o pertinencia no acierto a comprender. Momentos que vinieron y se fueron.

Ciudad del Betis. Es una mañana de fin de semana. Mi hermana y yo nos disponemos a disfrutar del nuevo día como lo hacen los niños: abiertos a la improvisación. Alguien decide que tenemos que airearnos y mi abuelo se hace cargo.

Mi hermana debe de rondar los cinco años, yo los ocho. Para nosotros, salir de nuestro Polígono de San Pablo o ir a la playa era lo más parecido a hacer turismo. Estamos encantados.

Temprano, antes de que hiciera más calor, nuestro abuelo nos monta en la línea 21, en la avenida de la Soleá, y nos bajamos frente a los Jardines de Murillo. Recorremos la calle San Fernando y nos paramos frente a la fuente de la Puerta de Jerez. Mediante patadas en el suelo, mi abuelo nos explica que el subsuelo está hueco. Según él, por las obras del metro. Ni idea.

Nos dirigimos a la Torre del Oro y, siguiendo el río, nos bajamos en el Muelle de la Sal. No había nadie a media mañana y el lugar estaba en un estado ruinoso. Casi tanto como, en la otra margen, el muro de contención de la calle Betis.

Mi abuelo se sienta en unos escalones, hoy reformados. Mientras, mi hermana y yo nos sentimos fascinados por la majestuosidad del Guadalquivir, así como por el Puente de Triana –o Isabel II, si somos correctos–. Una fascinación que se repetía cada vez que nos llevaban allí.

Nuestro abuelo nos advierte sobre los peligros de acercarse demasiado al río pero, como de costumbre, solo tengo ojos para su cauce. Me pregunto de dónde proviene el agua y si se mueve de izquierda a derecha, o al revés. Busco peces con la mirada mientras fantaseo con nadar hacia Triana.

Es seguro que mi abuelo no sabía que estaba creando un momento feliz o, al menos, curioso de mi infancia. Él se limitaba a evitar que jugáramos con el agua y a observar, desde lejos, el barrio en cuya vega nació y se crio. Tenía una mirada extraña que no supe identificar. Hoy sé, o creo saber, que su mirada era de nostalgia.

Tras observar a mi abuelo por un momento, giro la cabeza y me fijo en el muro de contención de la calle Betis. Entonces, igual que hoy, la pared se dividía en rectángulos blancos separados por una suerte de pilares de color mostaza –aunque no estoy seguro de si son pilares o si se les debe denominar de otra manera, la verdad–.

Cada rectángulo contenía entonces una letra furtiva que, en conjunto, formaban dos palabras que ya hoy permanecen ocultas tras una capa de pintura. Entre las dos palabras, una bandera. Siempre habían estado ahí, pero en aquel momento ya sabía leerlas. Inconsciente de su significado, leo en voz alta: “SAHARA LIBRE”.

Un ruido me devuelve a la habitación. Sigo sudando. Me libero de la prisión de la penumbra y me dirijo a la cocina para picar algo. Mis pensamientos tornan en ardillas, y mi mente en un bosque denso en el momento del crepúsculo.

Me da por pensar que todo es efímero. Aquel recuerdo durará lo que duremos este texto y yo –mi hermana no se acuerda–. Las personas que menciono son perecederas y, de hecho, mi abuelo hace ya tiempo que falleció. Tanto mi hermana como yo lo seguiremos algún día. También los problemas vienen y van. sin embargo, los males sociales no desaparecen hasta que se esfuman los intereses de los que los provocan. Quizá, por eso, hay males que parecen eternos.

Haereticus dixit.

RAFAEL SOTO ESCOBAR