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Moi Palmero | Siente el peregrino

Siente el peregrino, que aún no lo es, que es invisible, que nadie sigue sus huellas, que sus palabras se desvanecen nada más salir de sus labios, que sus dedos perdieron la capacidad de acariciar, que el peso de la vida terminó con su resistencia a arrodillarse. Siente que de nada sirvieron sus desvelos, sus esfuerzos, sus apuestas, sus ideas, su compromiso, y que como la arena de un reloj, se perdieron esparcidos por el viento, por el tiempo que le regalaron y no supo aprovechar.


Siente el peregrino, en lo más hondo de su ser, que debe salir al camino, que en la senda encontrará nuevas respuestas, retos que superar, sorpresas inesperadas, incluso las preguntas que nunca llegó hacerse. Siente como una vela, se enciende en su interior con la promesa de rescatarlo del largo invierno, de guiarlo en la oscuridad de la cueva donde se escondió, de enseñarle que la luz es la esperanza.

Siente el peregrino que, debe proteger la débil llama, de la huracanada razón que lo arrolla todo a su paso, mostrándoles las piedras en las que tropezará, el dolor de su rodilla, la inutilidad de las arcaicas y alienantes creencias, costumbres, rutinas, a las que se agarran los derrotados, los débiles, los insensatos, los crédulos, los incapaces.

Siente el peregrino que por una vez en su vida, debe dejar de pensar, deshacerse de su pesada carga, de su orgullo, de su soberbia, de sus prejuicios, de la seguridad de lo aprendido. Siente que debe dejarse llevar por aquello que siempre rechazó, por lo intangible, por lo inmaterial, por aquello que los hombres no saben explicar, por la fe.

Siente el peregrino cuando comienza a caminar, que lo más difícil ya lo hizo, tomar la determinación de salir a la senda, dar el primer paso, confiar en lo que vendrá, saltar al vacío sin saber lo que ocurrirá. Siente una emoción que nunca imaginó y sonríe nervioso, asustado, prudente, ilusionado.

Camina como vive, solo, con el puño apretado, tensó, con la mirada en sus pasos, con la cabeza escondida entre los hombros, la espalda arqueada, concentrado en sus dolores, sus cicatrices, las heridas provocadas en caídas en las que no supo, ni terminó, de levantarse. Siente la punzada de la duda, del “ya lo sabía”, del “debí imaginarlo”, del “por qué iba a ser diferente”, del “qué hago aquí”.

Pero una mano se ofrece a acompañarlo, rompe ese convencimiento de invisibilidad, y tras la sorpresa, tras el asombro, tras la extrañeza, resiste al que fue, al que lo empujó a buscar el vellocino de oro, al que emponzoñó su pensamiento, al que le recordó siempre sus limitaciones.

Sigue caminando, reforzado por ese auxilio inesperado, generoso, desinteresado, liberador, y se descubre sonriendo, con la mirada alegre, y la expectación puesta en el sendero, siguiendo una luz que solo intuye, y que sin poder verla, sabe que lo está guiando, esperando para acogerle, abrazarlo, reconstruirlo.

Siente el peregrino como se despiertan sus sentidos, como la llama crece, como se va volviendo liviano al desprenderse de cargas innecesarias, mientras le ofrecen agua para calmar su sed, aliento para las dificultosas subidas, compañía en las largas travesías, sombra, cobijo, abrigo, bastón.

Siente el peregrino el pulso acelerado, la emoción, la impaciencia, los nervios de la llegada, pero, tras lo aprendido en el camino, siente que debe concentrarse, saborear, vivir, disfrutar cada paso, que el camino se hace al andar, paso a paso, golpe a golpe, verso a verso. Y la canción del poeta, le relaja, lo prepara, lo conduce hasta la entrada a la Iglesia, que cruza en silencio, humilde, nuevo, agradecido.

Siente el peregrino, al mirar a la Cruz, al azul, a la Luz, la paz que nunca tuvo, la serenidad que le faltó, la seguridad de no estar solo. Comprende su corona, sus clavos, la sangre derramada, y siente su tierna mirada en sus ojos, el poder de su abrazo, y un susurro que le dice “te estábamos esperando, bienvenido”.

Siente el peregrino que está en casa, y se siente ascender como un globo de colores, sin rumbo, ni destino, en manos del azar, al que ya no le tiene miedo. Siente el olor de la pólvora, el humo que lo nubla, las detonaciones que lo estremecen y que rompen las últimas resistencias, diques, fronteras para que fluya la luz.

Siente las vibraciones de las palabras cantadas, de las manos alzadas, de las lágrimas contenidas, y se descubre celebrando la vida, rendido ante la Cruz y lanzando al viento su clamor: ¡Viva el Cristo de la Luz!

MOI PALMERO
FOTOGRAFÍA: J.P. BELLIDO