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Antonio López Hidalgo | Un encuentro insospechado

Cuando subió al AVE, coche 8, asiento 9B, iba tan ensimismado en sus pensamientos que no reconoció a nadie. Siempre que viajaba, pedía un asiento aislado, junto a la ventana, para no molestar y para que nadie le molestara. Le gustaba pegar la mirada al cristal y observar sin pensar en el paisaje efímero que se ponía delante de sus ojos, imaginar con detalle los rincones irreconocibles de aquellas casas rurales, los árboles que se alzaban en lontananza en aquella tierra parda, los arroyos siniestros por donde corría un agua escasa y cristalina, la tierra troceada caprichosamente por la mano del hombre, el cielo azul que cubría poderoso todos los campos.


Pero aquel día no tuvo acceso a ese privilegio caprichoso y hubo de compartir asiento con una dama bañada en colonia y, para colmo, su asiento y el de su acompañante estaban enfrentados a los dos pasajeros de los asientos anteriores. Era ya el colmo de los colmos. No solo soportar a su lado a una señora que era una perfumería ambulante sino, además, huir de cuatro ojos escrutadores que le miraban como si le reconocieran. Desde siempre.

A él, por el contrario, le gustaba evadir su mirada de miradas ajenas y, por esta razón, pocas veces entablaba conversaciones con otros pasajeros. Para llevar a cabo tales propósitos abría un libro que no siempre leía pero que le permitía concentrarse no solo en sus pensamientos sino soñar más allá de las palabras que no leía.

En un momento que alzó la mirada para buscar el móvil en el bolsillo y apagarlo fue cuando la reconoció. No le dijo nada. Ella, tampoco. Después de tantos años, pensó que tal vez ella no sabría quién era. Pero no. Ella lo vio antes y antes lo reconoció.

Iba acompañada de un hombre educado que no decía palabra. De vez en cuando le cogía la mano, la miraba con sospechosa melancolía, como hacen los enamorados las dos primeras semanas, sin parpadear, y sonreía levemente, como si esa mueca le pudiera borrar el hechizo de su mirada.

Él la observó disimuladamente, después la miró fijamente, sin miedo y sin nostalgia. La vio más madura, con los ojos más hundidos, como si hubiese llorado durante años, con los labios sensuales, como si no hubiese pasado el tiempo por ellos. Tenía las manos sarmentosas, y la piel blanca como la de aquellos días en que se amaban sin tregua.

Debajo de la blusa azul, él adivinó sus tetas grandes y redondas, su cintura certera, sus formas bien definidas que le llevaban a sus piernas y de sus piernas a sus recuerdos clausurados hasta entonces. Solo fueron unas semanas, un amor de verano, escurridizo como el agua de la ducha o como las horas cuando alguien espera el autobús.

No sabe si se amaron, porque nunca se lo dijeron con palabras. Sencillamente se desnudaban sin anunciarlo previamente y entrelazaban sus cuerpos con una angustia que ambos necesitaban sin explicación alguna. Después bebían con los amigos hasta altas horas de la madrugada, se decían adiós con un beso prolongado, como si fuese a ser el último.

Un día lo fue. Ella no volvió nunca más. No tenía su teléfono ni conocía su paradero. Desapareció como la lluvia después de la tormenta y con el cielo azul todos los recuerdos se desvanecieron como si el sueño tocara a su fin. Lo aceptó con la misma sorpresa con la que detectamos que nos han robado la cartera o con esa sensación indefinida que nos conduce inexorablemente al olvido.

Pero no. El olvido es como la humedad. Vuelve siempre con las primeras lluvias y con éstas el invierno y los días breves y los días desquiciados. Donde no hubo amor no puede haber recelos. Donde no hubo contrato no puede haber reproches tampoco.

Se le atascó la vida en la garganta como si una espina de pescado se le hubiese atravesado en el paladar. La vio distinta pero con la misma belleza fugaz de las estrellas. Se levantó y salió al pasillo. Se dirigió al bar y pidió un whisky. Ella le siguió, agarró su vaso y sorbió un trago largo.

Después le besó sin mediar palabra. Lo miró como entonces lo miraba. Le dijo que entonces no pudo despedirse, que tampoco hubiese sabido qué decirle, que nunca le quiso, le dijo, pero que se acordaba todas las noches de él, como si el olvido le estuviese vetado. Volvió a besarlo y salió del coche. Él miró el paisaje inamovible de siempre apoyado en la barra del bar, y sonrió. Todavía no sabe por qué.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 14 de febrero de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
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