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HG Manuel | La fotografía (XXVIII)


Se desparramó el silencio, teñido por la anécdota de don Fernán, en el viento suave que nos refrescaba con tanta amabilidad en la terraza. Lo rompió el graznido de una gaviota; la vimos volar y desaparecer con su acre chirrido tapada por el cobijo del toldo. Y el graznido me asoció a una evidencia: en aquella tertulia la cortesía era vapuleada a base de bien y sin consecuencia por la camaradería; algo, por otra parte, que la verdadera amistad soporta y consiente (pero yo, para juzgar, solo tuve con ellos un rato de conversación). A todos les pregunté si el señor Castilla era una persona depresiva, si padecía algún tipo de impaciencia o le había surgido un problema frente al que carecía de solución. La ronda fue rápida: todos contestaron, ninguno con claridad: vaguedades, discrepancias… y coincidieron en el no.

–De él, lo que es de él, en los últimos tiempos hablaba poco: falta de contenido –el arquitecto fue el que más le rio el comentario al farmacéutico–. Todo lo demás, en los últimos tiempos, le ponía de mal humor o le traía sin cuidado.

–¡Un cargante! –remató el militar–. Pero tenía su amenidad.

–¡Mucha, mucha! También fantaseaba con los posibles: si posible esto, si posible lo otro… ¡Ah, qué brisa tan buena! –se repantigó don Fernán en su silla. Dio un traguito y quedó en suspenso, el semblante triste, contemplando el mar. Se alzó la manga y miró el reloj–. Gerardo ya no tardará en avisar –anunció.

Y el silencio, por un momento aburrido, comenzaba a extenderse de nuevo. Volvió con la humorada, benevolente y filomeno, el farmacéutico.

–El banquete es descanso de las tareas, alimento del ingenio, muestra de amor, condimento del genio… y… demostración de buena voluntad; también, levadura de la amistad y… Palabras de Ficino para que usted comprenda lo que aquí nos trae –se dirigía a mí–, yo no sabría expresarlo mejor. Así que, supuesto el interés que nos reúne, le quiero decir, si el apuesto capitán de yate, aquí, y el laureado Belisario, allá, no han tenido la cortesía de hacerlo…

–¡Juanín, Juanin…! –todavía en el humo de lo que había contado, le regañó don Fernán.

–…que le invitamos a compartir nuestras humildes viandas, aventurados a esta linda mar de Margarita. Si no le espantan el zarandeo de las olas ni, lo que es peor, la atorrante compañía de unos carcamales.

–¡Qué redicho el jodido éste! –se enfurruñó el militar, y alivió su copa de un trago.

Tras declinar respetuosamente, indagaba yo en el recuerdo de don Fernán; añadía un nuevo color, algo difuso, a la estampa que me venía formando del desaparecido. Traté de observar al farmacéutico sin molestarlo. Mediana estatura, reflejos de tinte castaños y pañuelo abullonado al cuello que realzaba el aire deportivo y castigador de su barbilla partida, su carácter apuntaba a risueño y dicharachero; era sin lugar a dudas el animador del grupo. Al parecer, ofrecida la invitación de un modo tan peculiar, le había llegado el turno evocativo. Era este un modo, supongo, de ceder a la incomodidad –o accidente leve– de admitir en su círculo a un extraño con oficio de entrometido. Entonces recordé el comentario del señor Flores.

–¿Es indiscreto el señor Castilla?

Los cogí de sorpresa con mi pedrada al agua; de pronto, el admitido chiquilicuatre que compartía su vino, su tolerancia y simpatía, se mostraba grosero.

–¿A qué se refiere?

–Sí, ¿de qué puñetas habla? –enderezó el corpachón, cascarrabias, el militar.

–Lo siento. Es una pregunta básica, obligatoria –justificaba la insinuación, sin referencia alguna, con manifiesta torpeza–. Se parte de ella para…

–Esto me recuerda… fue gracioso… –intervino don Fernán–. No le voy a chivar de quién hablo porque no atañe a lo suyo –lo mío, mi investigación–. Un día Castilla se tropezó con uno de nosotros –giró el dedo en un circulito que incluía a todos ellos: los presentes y los ausentes– en un supermercado, y con la urgencia del momento, ¡qué oportuno!, lo previno de que su amante merodeaba por allí. No se dio cuenta de que a la esposa, ¡menuda es!, la tenía justo detrás. ¡La que se armó!

Rieron, sin soltar la carcajada. Nítido: la víctima del indiscreto Castilla aquí no estaba; de modo que fuera venganzas, de ninguno de ellos. «¿Estás de broma?», me reproché.

–Esto pasó hace muchos años –se dirigía a mí don Fernán, como si adivinara–. Y le hizo un favor –todos coincidieron.

Bebimos; paladeamos; contemplamos el mar, las velas…

–Con Castilla compartí la ilusión de la primera novia –comenzó a referir el señor Alatorre, siguiendo la distendida estela que la anécdota de don Fernán había creado–; entre todos vosotros, fue el primero en saberlo: la afinidad, él también andaba enamoriscado, pero en lo suyo me parece que no hubo arreglo. De todos modos, él persiguió siempre un rayo de luna ‒dejó, en pausa cómico-dramática, que las palabras se disolvieran en las succiones y chasquidos que suscitaba el agua–. Ay, este sol, este azul, estas aguas… El corazón me estalla de alegría juvenil.

Sonrieron los otros a la calma del día. Menos el militar:

–Repites la náusea, Alatorre –gruñó.

–¡No me digas, so Mariano! Te doy la razón. Tanto han volado y rozado cristales aquellas golondrinas… ¡Nunca volverán nuestros sueños juveniles!

–Pues déjalos en paz.

–¡Requiescat in pace!

–¡No me seas cenizo, coño! –le reprochó campechano don Fernán, recuperado de la súbita melancolía–. Anoche dormí mal y no sé por qué.

–Siempre se sabe, pero no se quiere. Y eso nunca, pero nunca, te lo arreglará una pastilla –rio con sorna el señor Alatorre.

–No necesito pastillas, me sobra con mi barco. No te olvides, hoy te toca ser el espléndido.

–¿Otra vez yo? –se escandalizó, dedo en el pecho–. Pero, bueno, siempre lo soy.

–De apetito –matizó el arquitecto, el más callado y pensativo: alguna preocupación.

–También –admitió–. Estoy con Bossuet: el apetito es amor.

–¡Joder, con los amores! Que salga Gerardo y eche un trago con nosotros –ordenó en vano el militar.

HG MANUEL

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