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Daniel Guerrero | La agonía del Partido Popular

El Partido Popular era la formación política que englobaba a toda la derecha española, desde la más extrema y reaccionaria hasta la liberal y centrista. La formación, fundada en 1990 por el exministro franquista Manuel Fraga Iribarne, en realidad era una refundación de la vieja Alianza Popular que el mismo Fraga, junto con otros herederos del franquismo, constituyó en 1976, tras la muerte del dictador y durante la Transición, para acoger a la derecha nostálgica y, por extensión, todo el pensamiento conservador español (desde el democristiano hasta el neofranquista) entre las fuerzas que podían tener representación parlamentaria en la Democracia recién reinstaurada en el país.



No obstante, mientras Fraga estuvo al frente de ambas formaciones no consiguió nunca acceder al Gobierno pues los resultados electorales no se lo permitían. Sólo cuando designó presidente del Partido Popular a José María Aznar, en 1990, que modernizó las estructuras del partido y actualizó sus mensajes, pudo esta formación convertirse en partido de Gobierno, aprovechando, además, el desgaste y los problemas de los Gobiernos socialistas del PSOE.

De este modo, Aznar gobernó dos legislaturas, desde 1996 a 2004, durante las cuales impulsó una economía marcadamente neoliberal y ejerció el cargo con autoritarismo político, puesto que nada se hacía si no estaba previsto en su “libreta azul” y la desregulación fue el objetivo declarado de sus medidas económicas.

Fue así como, con Aznar al frente del PP, la derecha logró gobernar este país por primera vez en democracia, aunque dejando un lastre ideológico y de corrupción que ha condicionado el futuro del partido hasta el extremo de padecer, en la actualidad, una auténtica agonía que presagia su inevitable desaparición.

Pero, por respeto a la precisión, hay que aclarar que, tras el fin de la dictadura y para evitar ser un anacronismo político en Europa, una derecha reformista conformada por las personalidades menos dogmáticas del franquismo había tomado las riendas del poder para proceder a una liquidación controlada de aquel régimen y construir otro de características democráticas.

Esa derecha reformista gobernó durante el período 1976 a 1982, durante el cual la UCD de Adolfo Suárez (un ex secretario general del Movimiento) pilotó la transición política de España. Gracias a las iniciativas por la recuperación democrática adoptadas en aquel período, en 1976 se celebraron en España las primeras elecciones democráticas y, en 1978, se aprobó la Constitución que convertiría España en un Estado democrático, social y de derecho, acorde con los estándares democráticos de nuestro entorno europeo y las democracias occidentales más asentadas.

Esa Constitución y las libertades que amparaba posibilitaron que, por primera vez desde los tiempos de la Segunda República, la izquierda socialista, encarnada por el PSOE de Felipe González, formara gobierno en 1982 y lo retuviera hasta 1996, fecha en que el PP de Aznar le dio la alternancia al frente del Ejecutivo.

No obstante, y sin necesidad de remontarse a las extintas UCD y Alianza Popular, se puede afirmar sin faltar a la verdad que tanto el Partido Popular de Aznar como el actual de Mariano Rajoy se han caracterizado por ser una formación de ideología muy conservadora y una moral corrupta, condiciones que han orientado su comportamiento e impregnado sus iniciativas de calado social.

El ideario del PP es depositario de un pensamiento reaccionario a la hora de reconocer derechos consecuentes con la realidad de una sociedad moderna, plural y abierta a la libertad. Así lo ha demostrado cada vez que ha podido con sus votos en el Parlamento y sus políticas de Gobierno.

En 1981, por ejemplo, se opuso ferozmente a reconocer el divorcio para la disolución del matrimonio civil, alineándose con las posturas eclesiásticas más cerriles que lo consideraban “una invitación a la infidelidad”. Esa misma derecha, aposentada en los escaños del Grupo Popular, se opuso también, interponiendo recurso al Tribunal Constitucional, a la ley que, en 1985, despenalizó el aborto, a pesar de estar limitado a determinados supuestos.

Su conservadurismo no entendía la importancia de dejar de considerar el aborto como un delito que conducía a la cárcel a muchas mujeres, simplemente por consideraciones religiosas más que científicas. Y todavía continúa sin entenderlo porque esa derecha, tutelada ya por Rajoy, volvió a interponer recurso, en 2010, a la liberalización del aborto que propició la Ley de Salud Sexual y Reproductiva del Gobierno de Zapatero.

Incluso intentó, cuando recuperó el Gobierno en 2012, endurecer la ley y volver a la de los supuestos, pero la fuerte movilización ciudadana en contra de esa reforma regresiva de Ruiz-Gallardón, su ministro de Justicia, aconsejó paralizar la medida.

Guiados con idéntico conservadurismo, pero desde mucho antes, el Partido Popular de Mariano Rajoy había procurado en 2005 paralizar, también mediante recurso al Constitucional, la Ley del Matrimonio Igualitario que permitía a las parejas homosexuales poder casarse y tener los mismos derechos que el matrimonio heterosexual.

Afortunadamente, y a pesar de estar integrado por una mayoría de magistrados conservadores, el tribunal resolvió la constitucionalidad de la ley, permitiendo que nuestro país se sitúe entre los más avanzados del mundo en materia de tolerancia sexual y reconocimiento de derechos a todas las orientaciones sexuales e identidades de género. Y todo ello a pesar del rechazo frontal del PP y sus denodados esfuerzos por impedir leyes acordes con la diversidad y la tolerancia de un país ya instalado en la libertad.

Pero si esta ideología tan conservadora y contraria al progreso en las normas y costumbres sociales ha alejado al Partido Popular de una parte considerable de la población –como evidencia esta muestra de su comportamiento–, incluido el sector conservador que no rechaza la evolución de las costumbres y la necesaria ampliación de derechos, es su moral indulgente con la corrupción lo que le ha granjeado una creciente e radical desconfianza entre su electorado, el cual, tras años de escándalos, se muestra harto de unas siglas que no acaban de desvincularse de prácticas encadenadas de una corrupción que parece sistémica.

Tan enorme es el descrédito que, más que su conservadurismo ideológico, es esa moral corrupta, comprensiva cuando no cómplice con los amigos de lo ajeno, lo que está provocando que el PP padezca en la actualidad una auténtica agonía, sin fuerzas ni argumentos ya para reconducir la situación, que preludia su final como partido político.

Un final agónico que se ve favorecido por la aparición de una formación emergente en la derecha española, de talante moderno en lo social y sin estigmas de corrupción, que le disputa con éxito el liderazgo conservador en España.

Sin embargo, no hay que culpabilizar de todo este suplicio del PP a Mariano Rajoy, aunque sí se le puede hacer responsable de no haber actuado con diligencia, contundencia y celeridad para afrontarlo y cortar de raíz todo atisbo de podredumbre en sus filas.

La persistencia de la corrupción en el PP viene de antiguo, de cuando ni siquiera estaba penada la financiación ilegal de los partidos ni éstos eran considerados personas jurídicas a las que se podía enjuiciar. La historia de su convivencia y connivencia con la corrupción es anterior a la época de Rajoy al frente del partido, aunque él haya sido un elemento destacado de su engranaje, en el que, durante más de 35 años ocupando toda clase de puestos en el aparato y en las instituciones, ni siquiera siendo invidente podría ignorar los tejemanejes y las tramas en que ha estado inmerso el PP casi desde su fundación.

Por eso no es necesario remontarse a la época de Rosendo Naseiro, aquel extesorero –otro más– heredado por Aznar desde los tiempos de Fraga, que motivó una primera investigación, por sospechas de corrupción, en un caso que fue providencialmente sobreseído porque las grabaciones que revelaban una red de sobornos a cambios de recalificaciones no se aceptaron como prueba judicial.

Ni tampoco el Caso del Lino, un fraude en el cobro de subvenciones europeas por inflar artificialmente la producción de lino textil, que afectaba a personas relevantes de la Administración, empresarios y agricultores en comunidades gobernadas por el PP, y en el que los imputados resultaron absueltos por la Audiencia Nacional. El río de la corrupción ya comenzaba a sonar en las alcantarillas del PP desde, al menos, finales de la década de los ochenta del siglo pasado.

Pero cuando de verdad empezó a revelarse la predeterminación genética para el tráfico de influencias y el enriquecimiento ilegal fue en ese período de ínfulas imperiales de un José María Aznar que, engreído hasta la soberbia, se encaprichó con una boda de Estado en El Escorial para casar a su hija, con asistencia de destacados políticos extranjeros –Silvio Berlosconi entre ellos–, junto a invitados que hoy forman parte de la trama Gürtel, como Francisco Correa o Álvaro Pérez El Bigotes, o eran insignes figuras de su camarilla gubernamental o del partido, como Rodrigo Rato, Jaume Matas, Ana Mato, Miguel Blesa y tantos otros, a los que la Justicia ha ido poniendo en su sitio.

El último de ellos, Eduardo Zaplana, acaba de entrar en prisión para elevar a 12 la cifra de exministros involucrados con la corrupción de los 14 que conformaron el Gobierno de Aznar en 2002. Rara era la comunidad o la Administración bajo poder del PP que no generara la turbiedad de las irregularidades y las corruptelas en su seno.

Madrid, Valencia, Baleares, Murcia, junto a apellidos de merecida fama como Camps, Fabra, etcétera, sirven para nominar casos y escándalos de corrupción que hacen de este mal una enfermedad congénita del Partido Popular.

Pero es la sentencia recién conocida del Caso Gürtel la que retrata y da la puntilla a un Partido Popular que ya no puede negar su simbiosis con la corrupción ni eludir su responsabilidad en lo que ha dejado de ser una ristra de casos particulares y aislados para convertirse en el cáncer que hace agonizar a la formación.

Que todos sus tesoreros acaben siendo imputados o investigados por diferentes delitos e irregularidades; que decenas de ministros, alcaldes, presidentes de gobiernos autonómicos, congresistas, senadores, consejeros, concejales, directores de empresas públicas y un sinnúmero de políticos y colaboradores, adscritos todos ellos al PP, hayan sido imputados o condenados por corrupción; y que esta organización sea el primer partido nacional condenado en democracia por corrupción institucional, todo ello hace del Partido Popular un proyecto agotado y en estado agónico.

Y que la comparecencia de Rajoy como presidente de Gobierno para testificar en el juicio, y la de Álvarez Cascos, Ángel Acebes, Javier Arenas, Jaime Mayor Oreja y Rodrigo Rato, también interrogados en calidad de testigos, no merezcan la más mínima credibilidad del tribunal, demuestra que la desconfianza y el descrédito de la ciudadanía con la marca popular están sobrados de razones.

Porque es la corrupción, y no su ideología conservadora, la que ha distanciado al PP de sus votantes, hastiados ya de prestar apoyo a delincuentes que han utilizado unas siglas para satisfacer su avaricia y rapiña lucrativa. Y ya está bien.

DANIEL GUERRERO