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Pepe Cantillo | Pisoteando la dignidad

Inicio estas líneas con un sabor amargo por el asco que produce el titular siguiente: “Detienen a un hombre en Granada por violar a su hija de 11 años”. Noticia reciente. Creo que no hay justificación alguna para este tipo de conductas. Basta con rastrear un poco en distintos diarios para encontrar macabras noticias como esa. ¿Qué está pasando? ¿Estamos locos o hacemos maldad por puro pasatiempo? ¿Nos importan “tres cominos” un niño, una niña, una mujer para abusar de ellos y ellas?



¿Siempre atacamos a los más débiles porque son frágiles o porque son más apetitosos para la lascivia? ¿Recuerdan aquel anuncio sobre los alevines que decía “pez-queñines no, gracias”. Puede sonar a burla, pero es esa la intención. En el caso humano habría que ser más contundentes. A los “pequeñines, ni tocarlos”, salvo que quieras ver amputada tu supuesta virilidad.

Es curioso que teniendo todas las facilidades a nuestro alcance, que no vivimos en un sistema represivo, que parece podemos hacer lo que nos venga en gana, que disponemos de libertad y facilidad de contacto sexual, que nadie sermonea con infiernos, pecados y otras zarandajas... Y pese a todo lo dicho, los abusos sexuales parecen ir en aumento. ¿Hay más que antes? Posiblemente no, puesto que esta lacra es tan vieja como el género humano.

Con rabia y pena leo u oigo decir cómo un monitor, un instructor, un profesor, un cura, un jugador... abusando de la confianza que le confiere su cargo o su trabajo, ha vejado a pequeños, ha abusado o violado a menores escudándose en el mando que le da su papel. En otros casos se ganan la confianza de los menores para obtener material pornográfico que luego venden o intercambian con otros pedófilos.

La pedofilia repugna pero, repito, cuando es ejecutada por docentes, entrenadores de futbol o futbolistas, monitores o curas, repugna más. Dicha conducta abusante subleva porque juega con la confianza de los menores. Y termina siendo nauseabunda cuando son familiares directos –padres, tíos, abuelos– los que intervienen en tan maldito y denigrante abuso que deja huella indeleble en el sujeto, porque lo marca para toda la su vida.

Pedófila es una persona adulta que siente una atracción erótica o sexual hacia niños o adolescentes. Los pedófilos son seres abyectos, despreciables y viles, como los define el diccionario, en cuanto que abusan de alguien carente de criterio y a quien engatusan con zalamerías, promesas, regalos múltiples y los mantienen atrapados con chantaje.

En el caso del deporte (monitores, entrenadores...) los pequeños se sienten muy halagados cuando dichos monitores les aplauden y les incitan a que se esfuercen más y más, pues el resultado positivo es un acicate para dichos pequeños.

La maliciosa jugada consiste en elogiarlos creando una tela de araña con sus éxitos y deseos de hacerlo bien. Ganárselos cuesta relativamente poco y una vez que caen prisioneros del halago se puede hacer con ellos lo que sea.

Que un docente –joven es el último caso aparecido– juguetee ladinamente, a través de Internet, con sus pupilos con la idea de llevárselos al “huerto”, se nos hace muy duro, deleznable, tanto a padres como a profesores; que un eclesiástico sea obispo, sacerdote o seminarista, caiga en abusos sexuales provoca un crujir y rechinar de dientes –en este caso, zarandea violentamente las meninges–, tanto a quien sea creyente como al que no.

Abusar sexualmente de menores siempre es un vil atropello a víctimas vulnerables, bien por estar faltos de cariño, bien por sentirse solos... Los factores suelen ser muchos y variados. El abusador se parapeta tras una fachada de persona amigable, generosa por los regalos y/o promesas que puede hacer y por su supuesta autoridad ¿moral?

El daño es tan irreparable que las víctimas no dirán nada. Motivos para que no hablen: vergüenza, amenazas, chantaje e, incluso, que los tomen por fantasiosos y mentirosos. ¿Cómo un cura o un maestro van a ser capaces de hacer eso?

La agresión sexual es definida como “delito consistente en la realización de actos atentatorios contra la libertad sexual de una persona empleando violencia e intimidación” (sic). Los delitos sexuales a menores y no tan menores, en nuestra sociedad, son una lacra miserable. A ello se une que dichos delitos prescriben relativamente pronto. El Código Penal manda, aunque sea injusto.

Surgieron voces abogando por una educación sexual y se intentó impartir en la escuela. Pero nos olvidamos de que somos animales de instintos; nos olvidamos del respeto más elemental a la otra persona, sea macho o hembra; nos olvidamos de que su libertad es fundamental. Indudablemente, hablar de consentimiento en el caso de tiernos menores puede sonar a burla.

La sexualidad es una de las tantas apetencias de los seres humanos, al igual que ocurre en otras especies animales solo que en el caso humano juega un papel importante la voluntad de ambos. Lo contrario es abuso, ofensa, desprecio a la dignidad personal.

Las posibles letanías justificando dicha conducta depravada son variopintas: unas de corte machista, otras son verdaderos dislates. Se hace necesario invocar el peso de la ley para castigar contundentemente tales felonías. Por cierto, a estas alturas de siglo no es de recibo alegar falta de información sobre el tema de la sexualidad y sus múltiples consecuencias.

No hemos cambiado mucho. Aducir la ley de la selva no vale. O nos reprime la ley o seguiremos con los planteamientos del macho alfa –negativo– en el caso de la violación. Violar, abusar, dejarse llevar por el instinto predador es un comportamiento inaceptable que está pidiendo a gritos actuaciones contundentes para atajarlo al precio que sea antes de que la situación llegue a ser más grave.

Dice A. Tobeña en el libro Neurología de la maldad: “En algunos individuos se necesita poco adiestramiento para que manifiesten y ejecuten un variadísimo repertorio de vilezas sin un motivo claro. Acarrean, parece ser, un talento natural para obtener distracción y goce mediante la tortura ajena si las circunstancias lo permiten”. Hago hincapié en el dato de disfrutar con la “tortura ajena”. Terrible.

Ejemplos conocidos hay una barbaridad. Pero ¿cuántos más casos deben esconder las paredes de muchas casas? El silencio impuesto por los abusantes o la vergüenza que se puede sentir impiden tener información de muchos de ellos. Cito algunos casos como botón de muestra de tanta maldad.

Detenidos en Alicante nueve menores por abuso y acoso a una compañera de clase. Detenido un adolescente de 15 años por abusar sexualmente de una niña de 9 años. Detenido un monitor de campamento en Cádiz por abusos sexuales a 16 menores.

Cuatro perlas más: Detenido el profesor que suspendía a sus alumnas para lograr favores. Dicha noticia es lo suficientemente asquerosa como para sentir nauseas.

Piden 33 años para un periodista que abusó de sus hijas con prácticas “perversas y abyectas”. Hablamos de un padre que se permite abusar de sus propias hijas. ¿Qué no sería capaz de hacer con las hijas de otros? La respuesta es terrorífica.

El jugador Santi Mina, acusado de presuntos abusos sexuales en libertad sin fianza a la espera de que el juez dicte sentencia. Detalle jocoso dentro de lo abrupto de la noticia. “Mina (minina)” hace referencia al pene. ¿Querría ufanarse de su apellido? Digo yo.

Un caso que aún colea: el documental Shootball muestra una trama de abusadores en el seno de un colegio de los hermanos Maristas durante décadas. “En los casos de abusos, las mismas familias, instituciones, abogados y psicólogos te dicen que es complicado ir a un juicio. Esto tiene que cambiar”

Hay que darle rienda suelta a los instintos… Nada ha cambiado en los últimos cincuenta años, salvo que parece hemos perdido eso que se llamaba "pudor", "recato" o, si lo prefieren, "decencia". No clamo por un puritanismo absurdo y menos si dicha actitud es solo de cara a la galería. Clamo por un respeto esencial hacia la otra persona sea mujer, chavala o mozalbete y, sobre todo, niño o niña.

PEPE CANTILLO