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Aureliano Sáinz | Llegando a la meta

A lo largo del mes de agosto hemos podido ver la retransmisión de los Juegos Olímpicos que se celebraban en la ciudad brasileña de Río de Janeiro. Como todos sabemos, son competiciones en las que participan los atletas más destacados de cada disciplina, por lo que intervienen deportistas de un amplio número de países.



Destreza, esfuerzo, habilidad, tesón, resistencia, concentración, compañerismo… son muchas las cualidades que se ponen en juego para poder llegar al podio, en el que únicamente tres disfrutarán de ese momento singular que, en ocasiones, da lugar a que las lágrimas asomen por sus rostros.

Pero no solo en el momento de las entregas de las medallas se desatan las emociones; también en el del triunfo, cuando saben que han vencido a los rivales, por lo que asoma la alegría desbordada en sus rostros.

Ese gesto tiene especial significación en las pruebas de velocidad en el instante en que el primero alcanza la línea que marca el punto de llegada. Y es que en este tipo de pruebas la disciplina, la concentración y la tensión son máximas.

No es de extrañar, pues, que algunos de los grandes velocistas acaben siendo conocidos a nivel mundial, caso del legendario Jesse Owen o los más recientes de Carl Lewis o de Usain Bolt. Nombres míticos que parecían desafiar los límites del ser humano en las pruebas de los 100 metros.

Pero llegar o alcanzar una meta no solo responde a una expresión referida a las competiciones deportivas y a los grandes deportistas. Todos tenemos ilusiones y proyectos en nuestras vidas, por lo que lograr o “alcanzar una meta” acaba convirtiéndose en un gran logro que nos provoca una enorme satisfacción, por lo que lo exteriorizamos mostrando un rostro radiante y jubiloso.

Es lo que sucedió con cuarenta subsaharianos en las mismas fechas que se celebraban las Olimpiadas de Río de Janeiro, cuando lograron sortear las dos vallas de alambradas con concertinas que el piadoso ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, había colocado para impedir que pisaran territorio español en la ciudad de Melilla.



Ese momento fue registrado y publicado en el diario El País (21/8/2016), ya que fue tomado el fotógrafo Antonio Ruiz. La instantánea, en gran medida, se asemeja a la llegada a la línea de meta de una competición. El rostro del chico de raza negra que se encuentra el primero, con los ojos y la boca muy abiertos, expresa todo el entusiasmo y la conmoción al llegar al Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) al comprobar que definitivamente había superado las alambradas y la vigilancia policial.

No es todavía el sueño de salir de un país, en el que no se tiene futuro, y alcanzar un trabajo con el que poder vivir dignamente, dado que si llega a la península se va a encontrar con una situación de paro generalizada y, lo más probable, es que se acabe en situaciones de marginalidad o de trabajo muy precario.

Es lo que acontece con muchos jóvenes africanos cuyas existencias en las ciudades se reducen a situarse al lado de los semáforos y ofrecer pañuelos de papel o ambientadores para el coche.

Entre ese numeroso grupo se encuentran Peter, Bobby y Joseph, tres jóvenes nigerianos que suelo ver cuando salgo a caminar y coincido con ellos en el trayecto. Dado que ya nos conocemos desde hace bastante tiempo, cuando me cruzo con alguno de ellos, paro y nos ponemos a charlar.

Me hablan de Nigeria, su país de procedencia, de sus familias, de las durísimas trayectorias que tuvieron que tuvieron que atravesar antes de llegar a Melilla, pues ellos tomaron la ruta de Marruecos. Y, aunque cueste creerlo, lo hacen con una gran dignidad, puesto que me hablan de su trabajo cuando se refieren a la actividad que he descrito.

Así, con Peter, padre de una niña ya nacionalizada española, la charla es muy amplia, dado que habla muy bien español y tiene grandes deseos de formarse. Incluso lo hacemos de fútbol, pues él es del Real Madrid y yo del Barça. Me comenta que ve los partidos de su equipo en un bar cerca de su casa, lugar en el que la gente le conoce y le trata como a uno más. Por otro lado, me indica que esas dos horas le sirve para olvidarse de tantos problemas que tiene que afrontar.

Cuando me cruzo con Bobby le suelo preguntar cómo se encuentra de la espalda, puesto que tiene que medicarse para aliviar los dolores que le provocan los problemas de columna. Sabe que de someterse a una operación (inalcanzable económicamente para él) le podría dejar inválido, por lo que renuncia a esa idea y acepta tener una silla al lado del semáforo para poder sentarse de vez en cuando. Y, curiosamente, nunca pierde esa sonrisa que le acompaña, aunque, en cierta ocasión, noté que los ojos se le humedecían cuando me hablaba de la situación en la que se encontraba.

También por parte de ellos recibo su cordial solidaridad. La semana pasada, por ejemplo, tras regresar en coche de la Facultad, en un momento dado me acerqué excesivamente al bordillo de la acerca y esta ejerció como una cuchilla rasgando uno de los neumáticos de las ruedas delanteras. Joseph (aunque otros cariñosamente le llaman José), muchacho fortachón que estaba junto al semáforo, se me acercó, charlamos un rato y se me ofreció para ayudarme a cambiarla en una mañana de fuerte calor.

Peter, Bobby y Joseph llegaron hace años, antes de que las dobles vallas y las concertinas se reforzaran para impedir que accedieran a la Península a través de Ceuta y Melilla. Aún hoy, jóvenes de piel muy oscura siguen sorteando todos los obstáculos inimaginables que la vida les ha puesto por delante. A pesar de ellos, el horizonte sin futuro en sus países les impulsa a venir a Europa, por lo que no es de extrañar que cuando pisan suelo español una amplia sonrisa ilumina sus rostros como si ya hubieran alcanzado la meta soñada.

AURELIANO SÁINZ