El ministro del Interior, señor Fernández, ha sido durante estos tres años largos un problema añadido para el Gobierno Rajoy. Fue y es un error continuado y mantenido. Desde aquello de Bolinaga a esto ahora de Rato. El ministro con una cartera tan sensible ha demostrado de continuo ser un incontinente reconocido y un metepatas de notoriedad contrastada. Lo que se dice vulgarmente un bocachanclas que ha desaprovechado cuanta oportunidad tenía de haberse quedado callado antes de soltar ante micrófono cualquier desatino que luego había que estar varios días matizando.
Esto de Rato se inscribe más que nada en esa facultad de Fernandez de la inconveniencia y la falta absoluta de reflexionar sobre las consecuencias. Recibir siendo ministro del Interior a un imputado de la dimensión de Rato y suponer que aquello pasará desapercibido es simplemente ser tonto de capirote, con balcones a la calle que dirían en Sevilla. Y esa es mi conclusión esencial sobre el asunto. No es que se juntaran para nada ilegal, para ninguna conjura ni para hacer nada que conculcara la ley.
Es muy plausible la explicación ofrecida. Pero es que la cuestión es otra. Simplemente es que, independientemente de lo tratado, tal reunión y en sede oficial no debía haberse producido por ser lo más exactamente contraindicada que pudiera imaginarse. Algo así como: “¿Es ahí donde esta el nido de avispas?”. “Pues espera un instante que ya meto yo el pie y lo revuelvo un poco que verás cómo nos ponen a todos de picotazos”.
Sobre todo a Mariano, como si no tuviera bastante con los suyos y que debe estar contentísimo con la ocurrencia de su amigo, que parece llevar al extremo pero en sentido contrario la máxima de la mujer del César de no solo buena sino parecerlo. O sea, parecer malo aunque se sea inocente.
Porque un ministro del Interior puede ser muchas cosas y hasta se le puede no solo perdonar si no aplaudir un cierto grado de malevolencia y maquiavelismo. Pero lo que no puede ser un ministro del Interior es tonto. Ni parecerlo. Y puede que Fernández no lo sea, que seguro que no, pero lo parece totalmente.
Dicho lo cual, la pajarraca sobredimensionada de la oposición, aunque les haya ofrecido munición a granel para que le disparan a él y al presidente del Gobierno, comienza a adquirir tal grado de exageración que cada vez da más la sensación de impostación absoluta y, por tanto, ni creíble y sí provocadora de cierto hastío y hasta rechazo.
Acudir a la Fiscalía señalando delitos antes de oír siquiera la explicación parlamentaria –antes solicitada con grandes clamores– hace que se vea en exceso el plumero de la intención que, para nada, es aclarar lo sucedido sino sacarle la tajada más gorda que se pueda. Porque error, desde luego, ha habido, pero la explicación del motivo, cientos de tuits amenazantes contra Rato y su entorno familiar es bastante plausible.
Pero para afrontarlo no era necesario hacer lo de Fernández: meterse de hoz y coz en semejante embrollo. Eso se encarga a un comisario de Policía, se ponen en marcha las medidas oportunas y no se lía que se ha liado. Pero eso es demasiado pedir a Jorge Fernández Díaz.
Esto de Rato se inscribe más que nada en esa facultad de Fernandez de la inconveniencia y la falta absoluta de reflexionar sobre las consecuencias. Recibir siendo ministro del Interior a un imputado de la dimensión de Rato y suponer que aquello pasará desapercibido es simplemente ser tonto de capirote, con balcones a la calle que dirían en Sevilla. Y esa es mi conclusión esencial sobre el asunto. No es que se juntaran para nada ilegal, para ninguna conjura ni para hacer nada que conculcara la ley.
Es muy plausible la explicación ofrecida. Pero es que la cuestión es otra. Simplemente es que, independientemente de lo tratado, tal reunión y en sede oficial no debía haberse producido por ser lo más exactamente contraindicada que pudiera imaginarse. Algo así como: “¿Es ahí donde esta el nido de avispas?”. “Pues espera un instante que ya meto yo el pie y lo revuelvo un poco que verás cómo nos ponen a todos de picotazos”.
Sobre todo a Mariano, como si no tuviera bastante con los suyos y que debe estar contentísimo con la ocurrencia de su amigo, que parece llevar al extremo pero en sentido contrario la máxima de la mujer del César de no solo buena sino parecerlo. O sea, parecer malo aunque se sea inocente.
Porque un ministro del Interior puede ser muchas cosas y hasta se le puede no solo perdonar si no aplaudir un cierto grado de malevolencia y maquiavelismo. Pero lo que no puede ser un ministro del Interior es tonto. Ni parecerlo. Y puede que Fernández no lo sea, que seguro que no, pero lo parece totalmente.
Dicho lo cual, la pajarraca sobredimensionada de la oposición, aunque les haya ofrecido munición a granel para que le disparan a él y al presidente del Gobierno, comienza a adquirir tal grado de exageración que cada vez da más la sensación de impostación absoluta y, por tanto, ni creíble y sí provocadora de cierto hastío y hasta rechazo.
Acudir a la Fiscalía señalando delitos antes de oír siquiera la explicación parlamentaria –antes solicitada con grandes clamores– hace que se vea en exceso el plumero de la intención que, para nada, es aclarar lo sucedido sino sacarle la tajada más gorda que se pueda. Porque error, desde luego, ha habido, pero la explicación del motivo, cientos de tuits amenazantes contra Rato y su entorno familiar es bastante plausible.
Pero para afrontarlo no era necesario hacer lo de Fernández: meterse de hoz y coz en semejante embrollo. Eso se encarga a un comisario de Policía, se ponen en marcha las medidas oportunas y no se lía que se ha liado. Pero eso es demasiado pedir a Jorge Fernández Díaz.
CHANI PÉREZ HENARES