Se habían conocido tantos años atrás que ahora que la tenía delante no podía entender que aquella mujer no le reconociera. Hablaba aleteando con las manos, como si haciendo aire a su alrededor las palabras alcanzaran un orden determinado y una armonía lograda. Desde que la conoció, quizá veinte años atrás, siempre imprimía los mismos gestos al hablar. Era un método eficaz contra una timidez domesticada a base de horas ante el espejo y de convencimientos profundos aunque ineficaces que la hacían despegarse por momentos de una soledad adherida a la piel que le entristecía y cautivaba su mirada.
Era ya una mujer madura, había cumplido los cuarenta y seis, pero todavía mostraba una piel suave y una juventud salvaje que ningún hombre había logrado hasta entonces disfrutar por completo.
Él ya venía de vuelta. Habitaba un desengaño cómodo que administraba con justicia y una alegría limpia que ella amaba sobre todas las cosas. Había optado por una vida sin complicaciones con viajes constantes a países latinoamericanos, con amantes enamoradas pero sin compromiso y con un sueldo solvente que le devolvía una libertad que añoró en otros años en los que ellos se conocieron.
Ella vivía aún con la posibilidad ya marchita de que aquellos momentos que vivieron cuando eran tan jóvenes se repitieran como lo hacen los días de la semana, una ensoñación que no la dejaba estructurar un futuro a corto plazo con otros planteamientos donde no cupiera su vida pasada. No le gustaban los hombres vulgares con los que dormía, ni las noches de los viernes bebiendo hasta el amanecer en cualquier local de copas con gente de una vulgaridad que le podía.
Se había tropezado con él después de tantos años un día cualquiera. Compartieron un café con los amigos, y una copa los llevó a otra copa, y la última copa a su apartamento. Él olió en aquella pasión un tiempo que creía haber olvidado pero que estaba estancado allí, y toda la memoria de ese tiempo desquiciado se le vino de golpe a los ojos como si no hubiera posibilidad alguna de huir hasta el olvido.
Pero su piel no era ya su piel ni su pelo aquella enredadera de deseo que lo hacía extraviarse en los sueños y andar solo por las calles con una sensación de angustia densa que nunca pensaba que pudiera doblegar para siempre. En cualquier caso, lo logró, y ahora aquel cuerpo que buscaba su cuerpo le parecía un barco a la deriva, un viaje sin retorno a ninguna parte.
No obstante, hicieron el amor con una técnica depurada y una necesidad que zanjaron con pericia y que le permitió a él no mostrar a todas luces un sentimiento de enajenación que ella no percibió. Es cierto que ella lo sintió diferente a otras veces pero quiso pensar que los años lo habían hecho más vulnerable a la vida y menos intenso en sus intenciones.
A ella le gustaban los hombres apasionados, porque pensaba que era una mujer apasionada, pero en el fondo escondía un desengaño entero que no le impedía mostrarse a las claras tal como era. Él, por su parte, había dado por clausurado aquel congreso del reencuentro. No le dijo adiós, sino hasta luego, hasta mañana o ya veremos, pero en su despedida no había el entusiasmo que ella buscaba.
Se vieron muchas más veces, claro está. Ella consumía los últimos días con un hombre al que no amaba, y él volvía a una vida que había inventado a su medida. Y en esa distancia abierta entre los dos, ella no quería entender que el tiempo compartido con él había acabado, así que intentó reconstruir su felicidad con otros hombres que no amaba, y aquel vía crucis de desenfreno la sumió en un abandono compacto del que no podía salir.
A veces lo llamaba para comer o tomar una copa, y él de vez en cuando accedía con el convencimiento de que ella sabría ya que no había posibilidad alguna de reavivar el pasado. Ella lo sabía, obviamente, y esa sensación le atenazó de tal manera a la tristeza que pensó que los días perdidos eran un regalo que no supo valorar en su medida entonces, cuando la juventud te lleva a otro camino que te extravía, porque piensas que el cielo azul que hoy ves mañana también se pondrá sobre tu cabeza.
Y ése fue su mayor error: ignorar que ningún día se parece a otro, y que una mirada nada más te puede cambiar la vida de un solo golpe. Y lo peor de todo: no llegar a entenderlo sino tantos años después.
Era ya una mujer madura, había cumplido los cuarenta y seis, pero todavía mostraba una piel suave y una juventud salvaje que ningún hombre había logrado hasta entonces disfrutar por completo.
Él ya venía de vuelta. Habitaba un desengaño cómodo que administraba con justicia y una alegría limpia que ella amaba sobre todas las cosas. Había optado por una vida sin complicaciones con viajes constantes a países latinoamericanos, con amantes enamoradas pero sin compromiso y con un sueldo solvente que le devolvía una libertad que añoró en otros años en los que ellos se conocieron.
Ella vivía aún con la posibilidad ya marchita de que aquellos momentos que vivieron cuando eran tan jóvenes se repitieran como lo hacen los días de la semana, una ensoñación que no la dejaba estructurar un futuro a corto plazo con otros planteamientos donde no cupiera su vida pasada. No le gustaban los hombres vulgares con los que dormía, ni las noches de los viernes bebiendo hasta el amanecer en cualquier local de copas con gente de una vulgaridad que le podía.
Se había tropezado con él después de tantos años un día cualquiera. Compartieron un café con los amigos, y una copa los llevó a otra copa, y la última copa a su apartamento. Él olió en aquella pasión un tiempo que creía haber olvidado pero que estaba estancado allí, y toda la memoria de ese tiempo desquiciado se le vino de golpe a los ojos como si no hubiera posibilidad alguna de huir hasta el olvido.
Pero su piel no era ya su piel ni su pelo aquella enredadera de deseo que lo hacía extraviarse en los sueños y andar solo por las calles con una sensación de angustia densa que nunca pensaba que pudiera doblegar para siempre. En cualquier caso, lo logró, y ahora aquel cuerpo que buscaba su cuerpo le parecía un barco a la deriva, un viaje sin retorno a ninguna parte.
No obstante, hicieron el amor con una técnica depurada y una necesidad que zanjaron con pericia y que le permitió a él no mostrar a todas luces un sentimiento de enajenación que ella no percibió. Es cierto que ella lo sintió diferente a otras veces pero quiso pensar que los años lo habían hecho más vulnerable a la vida y menos intenso en sus intenciones.
A ella le gustaban los hombres apasionados, porque pensaba que era una mujer apasionada, pero en el fondo escondía un desengaño entero que no le impedía mostrarse a las claras tal como era. Él, por su parte, había dado por clausurado aquel congreso del reencuentro. No le dijo adiós, sino hasta luego, hasta mañana o ya veremos, pero en su despedida no había el entusiasmo que ella buscaba.
Se vieron muchas más veces, claro está. Ella consumía los últimos días con un hombre al que no amaba, y él volvía a una vida que había inventado a su medida. Y en esa distancia abierta entre los dos, ella no quería entender que el tiempo compartido con él había acabado, así que intentó reconstruir su felicidad con otros hombres que no amaba, y aquel vía crucis de desenfreno la sumió en un abandono compacto del que no podía salir.
A veces lo llamaba para comer o tomar una copa, y él de vez en cuando accedía con el convencimiento de que ella sabría ya que no había posibilidad alguna de reavivar el pasado. Ella lo sabía, obviamente, y esa sensación le atenazó de tal manera a la tristeza que pensó que los días perdidos eran un regalo que no supo valorar en su medida entonces, cuando la juventud te lleva a otro camino que te extravía, porque piensas que el cielo azul que hoy ves mañana también se pondrá sobre tu cabeza.
Y ése fue su mayor error: ignorar que ningún día se parece a otro, y que una mirada nada más te puede cambiar la vida de un solo golpe. Y lo peor de todo: no llegar a entenderlo sino tantos años después.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO