La mujer que un día vio cómo un hombre asesinaba a otro en plena calle está sentada en un café céntrico de cualquier ciudad. Cada tarde desde hace unos meses repite la misma ceremonia. Se sienta a la misma mesa, pide una leche tibia manchada y abre un libro, siempre diferente. Lee, o aparenta leer, pero en realidad espera. No se sabe a quién. Mira en torno suyo. Nadie se le acerca. Ella observa como si vigilara en secreto la vida de alguien que nunca llega. O viene, y ella no le dice nada. Abre el libro por cualquier página. Da igual. Y escudriña por arriba de las gafas el ambiente tranquilo y hosco del lugar.
Ha cruzado la frontera de los cuarenta, pero tiene en su mirada un aire estancado en la juventud que no ha logrado olvidar, un tinte de nostalgia enjaulada en sus ojos grises, profundos, desafiadores. Es tierna y fuerte a la vez, de una elegancia austera aunque provocadora, libre y arrogante, obsesiva y sensual.
Todos la miran, porque aunque discreta es llamativa y sobre todo bella, de una belleza inusual, única, transparente. Ahora mira a un hombre que se ha sentado en la otra esquina del local. El hombre tiene el rostro triste y frío, pero encuentra en su expresión lo que tanto ha buscado durante años.
Ella se acerca al hombre, le dice si se puede sentar a su mesa. El hombre asiente. No es mudo, si bien no sabe qué decir. La mujer que hace meses vio cómo un hombre mataba a otro sabe que es él. Se lo dice. El hombre pierde la expresión. La mujer le dice que lleva meses siguiéndolo, observándolo, como él hizo con su víctima.
No tema, le dice, no le delataré. Le dice que está enamorada, que no sabe por qué, pero que está enamorada, dice que no tiene miedo, que no le importa qué le pueda ocurrir. Sólo le confiesa que lo ama. Sé que usted es un asesino, le dice. Desde que le vi sacar la pistola y disparar comencé a quererle, por su frialdad, por su decisión. Lo único extraordinario que me ha pasado en la vida ha sido conocerle, añade ella, por eso no lo puedo olvidar, por eso ha pasado usted a formar parte de mi vida. Quiera o no quiera es así, le guste o no le guste no tiene ninguna posibilidad de deshacerse de mí, concluye.
El hombre no da crédito a cuanto escucha. Bebe un largo trago de coñac. Ha clavado sus ojos en los ojos grises de esta mujer. No dice nada. No sabe qué decir. Está anocheciendo. La temperatura es agradable, vale la pena caminar. El hombre deja unas monedas en la mesa y sale con ella sin dirección alguna.
Él no dice nada, pero ella sugiere que después de pasear un rato podrían ir al cine, no sabe qué hay en la cartelera, pero no importa, cualquier película es buena. Después del cine, no dudan en tomar un trago. Coñac y ron con Coca-Cola. Se han besado, ninguno sabe cómo ha ocurrido, se entrecruzaron las miradas, las manos cada vez más cerca, como siempre ocurre.
No me delatarás, le pregunta a la mujer. Siempre que me ames, no te delataré. Es el primer hombre a quien ha besado desde que murió su marido cuando ella aún era muy joven. Esa jodida enfermedad que acabará con todos nosotros, le dice. Él no sabe si tiene miedo o si comienza a estar enamorado, le dice. Poco importa, le dice, no tiene usted más alternativa que amarme. Somos dos condenados a entendernos. Joder, con la tipa, piensa el hombre mientras la mira, mientras la besa, mientras comienza a amarla indefectiblemente.
Al lado un hombre apura su segundo whisky. Siempre quiso ser policía de la secreta. Lleva el oficio con mucha dignidad, le gusta dar vueltas a los casos que lleva. Por ejemplo, el de aquel hombre que apareció tiroteado en plena vía pública. Saca un cigarrillo de la cajetilla. No encuentra el mechero y le pide fuego al hombre que tiene al lado.
El hombre, que es a quien él busca, le ofrece una caja de cerillas. Muchas gracias, le dice. De nada, le responde. Antes de pedir un tercer whisky, mira a la mujer. Ahora lo sé, piensa, esos ojos grises son una buena razón para tomar otro trago. Y una buena razón, quiere pensar, para matar a un hombre.
Ha cruzado la frontera de los cuarenta, pero tiene en su mirada un aire estancado en la juventud que no ha logrado olvidar, un tinte de nostalgia enjaulada en sus ojos grises, profundos, desafiadores. Es tierna y fuerte a la vez, de una elegancia austera aunque provocadora, libre y arrogante, obsesiva y sensual.
Todos la miran, porque aunque discreta es llamativa y sobre todo bella, de una belleza inusual, única, transparente. Ahora mira a un hombre que se ha sentado en la otra esquina del local. El hombre tiene el rostro triste y frío, pero encuentra en su expresión lo que tanto ha buscado durante años.
Ella se acerca al hombre, le dice si se puede sentar a su mesa. El hombre asiente. No es mudo, si bien no sabe qué decir. La mujer que hace meses vio cómo un hombre mataba a otro sabe que es él. Se lo dice. El hombre pierde la expresión. La mujer le dice que lleva meses siguiéndolo, observándolo, como él hizo con su víctima.
No tema, le dice, no le delataré. Le dice que está enamorada, que no sabe por qué, pero que está enamorada, dice que no tiene miedo, que no le importa qué le pueda ocurrir. Sólo le confiesa que lo ama. Sé que usted es un asesino, le dice. Desde que le vi sacar la pistola y disparar comencé a quererle, por su frialdad, por su decisión. Lo único extraordinario que me ha pasado en la vida ha sido conocerle, añade ella, por eso no lo puedo olvidar, por eso ha pasado usted a formar parte de mi vida. Quiera o no quiera es así, le guste o no le guste no tiene ninguna posibilidad de deshacerse de mí, concluye.
El hombre no da crédito a cuanto escucha. Bebe un largo trago de coñac. Ha clavado sus ojos en los ojos grises de esta mujer. No dice nada. No sabe qué decir. Está anocheciendo. La temperatura es agradable, vale la pena caminar. El hombre deja unas monedas en la mesa y sale con ella sin dirección alguna.
Él no dice nada, pero ella sugiere que después de pasear un rato podrían ir al cine, no sabe qué hay en la cartelera, pero no importa, cualquier película es buena. Después del cine, no dudan en tomar un trago. Coñac y ron con Coca-Cola. Se han besado, ninguno sabe cómo ha ocurrido, se entrecruzaron las miradas, las manos cada vez más cerca, como siempre ocurre.
No me delatarás, le pregunta a la mujer. Siempre que me ames, no te delataré. Es el primer hombre a quien ha besado desde que murió su marido cuando ella aún era muy joven. Esa jodida enfermedad que acabará con todos nosotros, le dice. Él no sabe si tiene miedo o si comienza a estar enamorado, le dice. Poco importa, le dice, no tiene usted más alternativa que amarme. Somos dos condenados a entendernos. Joder, con la tipa, piensa el hombre mientras la mira, mientras la besa, mientras comienza a amarla indefectiblemente.
Al lado un hombre apura su segundo whisky. Siempre quiso ser policía de la secreta. Lleva el oficio con mucha dignidad, le gusta dar vueltas a los casos que lleva. Por ejemplo, el de aquel hombre que apareció tiroteado en plena vía pública. Saca un cigarrillo de la cajetilla. No encuentra el mechero y le pide fuego al hombre que tiene al lado.
El hombre, que es a quien él busca, le ofrece una caja de cerillas. Muchas gracias, le dice. De nada, le responde. Antes de pedir un tercer whisky, mira a la mujer. Ahora lo sé, piensa, esos ojos grises son una buena razón para tomar otro trago. Y una buena razón, quiere pensar, para matar a un hombre.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO