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Una sola noche es suficiente

No le quedó otro consuelo que pensar que todo había sido un sueño. Lo quiso pensar tantas veces que la imaginación no alcanzó a más escaramuzas cuando el tiempo, contundente como piedra, le dio a entender que no se puede abrir una roca con la sola sospecha de esa posibilidad. A partir de entonces, aceptó los demás días como una prolongación inexplicable de la desdicha y con el convencimiento tardío de que la felicidad es tan embriagadora como aquella droga cuyo dopaje necesitamos para cruzar sin tropiezos la vida que queda por vivir.

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Hasta entonces había agotado una existencia sin estridencias y en abundancia, pero ciertamente también sin otros alicientes que no estuviesen al alcance de cualquiera. Supo a partir de entonces que la diferencia entre los seres humanos va más allá de las propiedades materiales y que algunos objetos o personas inalcanzables cualquier día entran en tu vida sin otro aviso que la sorpresa. Cuando la conoció, pensó eso mismo: que nadie podría tener entre sus brazos tanta belleza.

Ya no recuerda los pormenores porque el alcohol adormece la memoria y despabila los engaños más recónditos. Sabe que comenzaron a hablar sobre hechos cotidianos o intrascendentes: no para de llover, mañana será otro día igual, me gustaría cambiar de oficio, ahora mismo me gustaría estar en tal lugar.

Hablaron también del porvenir: esos viajes nunca realizados, aquel paisaje que nunca vimos, esa anécdota siempre útil en estos litigios. Después se adentraron en temas más personales: películas que no les gustaron, libros que nunca leerán, el tiempo que corre inexorable. Y antes de darse cuenta, habían bebido varias copas bien cargadas y se encontraban desentrañando los riesgos del amor libre, las traiciones pesarosas, los amores truncados, la vida por vivir.

Él lucía una timidez bien dominada que combinaba con rasgos de humor y algunas lecturas propicias para vencer momentos nunca imaginados. Lo que nunca pudo ni tan siquiera sospechar fue que una mujer como aquélla clavara sus ojos y sus intenciones en un tipo como él: ni grueso ni delgado, ni alto ni bajo, ni inteligente ni imbécil; es decir, un tipo normal, sin más encanto que sobrevivir sin demasiados rasguños a los reveses de la vida.

Ella, sin embargo, era desenvuelta y alegre, con una picardía invulnerable que ponía a cualquier hombre a raya. Tenía una belleza mundana y difícil, pero sobre todo sobrecogedora y única: un pelo enroscado y suave, ojos de gacela indomable, manos suaves como algunos sueños y una piel en la que estaba de más cualquier equipamiento para deslizarse desde sus hombros hasta sus rodillas y perderse por un tiempo en cualquier recoveco de aquel cuerpo aún por descubrir.

Sin saber cómo, ella le dijo que si le pedía ir a su apartamento iría, pero tenía que ser convincente en sus argumentaciones y después no derrapar con técnicas vulgares y conocidas por los acantilados del amor. Se lo dijo más o menos, o incluso fue más cursi o más romántica, porque a él ya la memoria empezó a fallarle desde ese mismo momento.

Recuerda, eso sí, que después abría la puerta de la casa y la invitaba a una copa, y que mientras tanto ella se había descalzado y tendido en el tresillo, y que hablaba de los hombres, de su inexperiencia y de sus celos, etcétera.

A partir de aquí los recuerdos se le ensombrecen todavía más y nunca llegó a saber qué le dijo para convencerla de su eficiencia amatoria o nunca lo quiso adivinar, así que se puso manos a la obra y a resolver con buena letra esta asignatura que siempre creyó pendiente.

Sus técnicas y conocimientos sobre el particular debió reservarlos para otra ocasión en la que él pudiera conducir el timón del barco con menos virajes que en aquella tormenta incontrolada. Ella lo llamó al tresillo como el sargento llama a la tropa, y le ordenó aquí y luego allí, y después se dejó llevar por los impactos contundentes de las armas enemigas.

No dejó de oír balaceras imparables durante toda la noche y él, como el soldado primigenio en la guerra, se dejó llevar allá donde mayor resguardo hallaba y donde menos dolieran las heridas de la contienda.

De golpe despertó, se encontraba solo en la cama y con un dolor de cabeza que no pudo doblegar durante toda la jornada. No había ni rastro de la mujer, sólo un halo de perfume en las sábanas que le ayudaron a reconstruir la mejor noche de su vida.

No quiso entrar en detalles que le hicieron esbozar una sonrisa cómplice ni tampoco buscó las causas que motivaron un litigio de tan alto nivel, ni tampoco buscó en la memoria rincones concretos de un cuerpo que ya nunca lograría olvidar. En su partida, a saber a qué hora, no dejó nombre, dirección o número de teléfono.

Había sucedido con tal imprevisión y fortuna, que él sólo podía decir que no fue un sueño y que para algunos regalos, como fue aquella noche, antes de aceptarlos, convenía estudiar con detenimiento su manual de uso. Porque después nadie puede reclamar daños, perjuicios ni que le devuelvan el objeto intacto de sus desvaríos.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
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