Éste que veis aquí no soy yo. Acaso un día lo fui. Ahora él tiene las rodillas cansadas, una lengua de doble filo, la mirada extraviada en otro mundo que nunca supo si fue mejor que el que ahora vive, los oídos siempre atentos al silencio, las manos expectantes de caricias.
Ha cambiado las horas de algarabía por la serenidad de otros brazos (aquí, si me lo permiten, evito precisiones). Vive rodeado de libros que lo llevan de un mundo punible a otro ominoso. Le gusta soñar. Eso sí, casi siempre con la misma mujer y en distintas circunstancias (perdón: con distintas mujeres aunque sean las mismas circunstancias).
A su edad, le da la esquina a otras aventuras, si bien no desprecia criaturas deiformes, aunque tampoco rechaza las que frecuentan bares nocturnos. Sabe que nadie es de fiar, y eso le divierte. Casi todo lo que ve, le provoca hilaridad. Pero se contiene. No le gusta que luego digan.
Prefiere que los demás afirmen con rotundidad argumentativa. No acepta copas de extraños. Sí de extrañas (también de conocidas). Le gusta arrancar páginas del pasaporte, para que nadie sepa si ha andado por ese medio mundo del que siempre habla con nostalgia.
Se le puede confiar cualquier secreto, porque no cree en ellos y tal vez por esa razón los conoce en distintas versiones (todas verídicas e incontrastables, por supuesto). Hace tiempo que dejó de creer en él mismo: desde entonces se cabrea menos. Si lo llamas al móvil y no contesta, nunca pienses que no puede contestar. Es que no quiere hablar. Cuando anda por la calle no ve a nadie y esa sensación de ausencia o soledad le satisface.
Me he vuelto a reencontrar con él hace muy poco. Ahora sé por qué se apoya en la pared, deja que le hagan una foto y se pone a pensar un rato sin acertar con bien por qué. Cuando lo vuelva a reencontrar, seguro que anda por otra parte. Le gusta cambiar de pared, pero no de bar. Sentado en el puerto, mira al río, que es como la vida (ya lo dijo el poeta, otro poeta).
De momento, piensa que vale la pena estar aquí, ataviado solo con un gin tonic, cuando se pone la tarde y el aire huele como una mujer que se aproxima y se sienta frente a él. Comprenderán por qué ahora les tengo que dejar. Es lo que tiene la vida y la literatura: compatibilidades irrenunciables.
Ha cambiado las horas de algarabía por la serenidad de otros brazos (aquí, si me lo permiten, evito precisiones). Vive rodeado de libros que lo llevan de un mundo punible a otro ominoso. Le gusta soñar. Eso sí, casi siempre con la misma mujer y en distintas circunstancias (perdón: con distintas mujeres aunque sean las mismas circunstancias).
A su edad, le da la esquina a otras aventuras, si bien no desprecia criaturas deiformes, aunque tampoco rechaza las que frecuentan bares nocturnos. Sabe que nadie es de fiar, y eso le divierte. Casi todo lo que ve, le provoca hilaridad. Pero se contiene. No le gusta que luego digan.
Prefiere que los demás afirmen con rotundidad argumentativa. No acepta copas de extraños. Sí de extrañas (también de conocidas). Le gusta arrancar páginas del pasaporte, para que nadie sepa si ha andado por ese medio mundo del que siempre habla con nostalgia.
Se le puede confiar cualquier secreto, porque no cree en ellos y tal vez por esa razón los conoce en distintas versiones (todas verídicas e incontrastables, por supuesto). Hace tiempo que dejó de creer en él mismo: desde entonces se cabrea menos. Si lo llamas al móvil y no contesta, nunca pienses que no puede contestar. Es que no quiere hablar. Cuando anda por la calle no ve a nadie y esa sensación de ausencia o soledad le satisface.
Me he vuelto a reencontrar con él hace muy poco. Ahora sé por qué se apoya en la pared, deja que le hagan una foto y se pone a pensar un rato sin acertar con bien por qué. Cuando lo vuelva a reencontrar, seguro que anda por otra parte. Le gusta cambiar de pared, pero no de bar. Sentado en el puerto, mira al río, que es como la vida (ya lo dijo el poeta, otro poeta).
De momento, piensa que vale la pena estar aquí, ataviado solo con un gin tonic, cuando se pone la tarde y el aire huele como una mujer que se aproxima y se sienta frente a él. Comprenderán por qué ahora les tengo que dejar. Es lo que tiene la vida y la literatura: compatibilidades irrenunciables.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO