No le dije que se fuera, solo que nuestra relación no iba bien, que no iba a más, que se había alagado en un lugar incierto. Le dije, claro, que la quería, que siempre la quise, que no la olvidaría. Pero que quería estar solo. Me miró sin sorpresa, adivinando la soledad que me estragaba el alma. Ella no dijo nada.
Como siempre, no dijo nada. Le gusta dejar hablar a los otros. Ella no niega. Tampoco afirma. Siempre igual. Aquella vez tampoco dijo nada. Subió la escalera, entró en su habitación y preparó un bolso con algunos objetos personales. Cuando salió no dijo adiós. Fue la última vez que la vi.
Dejó la casa vacía con su ausencia. No me costó acostumbrarme a la nueva situación de soltero enfermizo. Hacía tiempo que la deseaba. Por la mañana escribía sin desmayo y, a la hora del almuerzo, salía a beber solo y sin descanso.
No la echo de menos pero, a veces, cuando el sol se pone y el viento empuja sin piedad los cristales de las ventanas, una sensación extraña me devuelve una sombra imprecisa que identifico, sin defecto, con su cuerpo volátil de gacela enjaulada.
Entonces, no puedo evitar preguntarme por dónde andará, que habrá sido de ella, con quién matará las noches inmisericordes de otras navidades muertas. Y pienso también, cuando vuelva, porque volverá algún día, si lograré acostumbrarme de nuevo a su solvente presencia, a sus cenas frugales, a su sonrisa hipnótica.
Me preguntará, presumiblemente, qué fue de mí todos estos años. Y yo, oyendo el viento ya manso, le diré que, después de todo, no pude olvidarla. No me creerá. Me parece lógico. Y eso es lo que más temo.
Como siempre, no dijo nada. Le gusta dejar hablar a los otros. Ella no niega. Tampoco afirma. Siempre igual. Aquella vez tampoco dijo nada. Subió la escalera, entró en su habitación y preparó un bolso con algunos objetos personales. Cuando salió no dijo adiós. Fue la última vez que la vi.
Dejó la casa vacía con su ausencia. No me costó acostumbrarme a la nueva situación de soltero enfermizo. Hacía tiempo que la deseaba. Por la mañana escribía sin desmayo y, a la hora del almuerzo, salía a beber solo y sin descanso.
No la echo de menos pero, a veces, cuando el sol se pone y el viento empuja sin piedad los cristales de las ventanas, una sensación extraña me devuelve una sombra imprecisa que identifico, sin defecto, con su cuerpo volátil de gacela enjaulada.
Entonces, no puedo evitar preguntarme por dónde andará, que habrá sido de ella, con quién matará las noches inmisericordes de otras navidades muertas. Y pienso también, cuando vuelva, porque volverá algún día, si lograré acostumbrarme de nuevo a su solvente presencia, a sus cenas frugales, a su sonrisa hipnótica.
Me preguntará, presumiblemente, qué fue de mí todos estos años. Y yo, oyendo el viento ya manso, le diré que, después de todo, no pude olvidarla. No me creerá. Me parece lógico. Y eso es lo que más temo.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO