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Perdido

Bajó las escaleras deprisa, casi pisándose los zapatos, atropellado por la confusión o la desdicha o el miedo, mirándose las manos todavía ensangrentadas, cual si fuesen las manos de alguien distinto a él que no conocía ni quería conocer. Vagabundeó por las calles sin saber a dónde ir, sin pedir socorro, enajenado o aturdido. Quién sabe. Lo vieron entrar a este bar, dirigirse en los aseos, abrir el grifo y meter la cabeza en el lavabo lleno de agua fría.

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Después se miró en el espejo y reconoció su rostro con otra mirada, una mirada fría, afilada, de ave de presa, de león solitario. Salió sin decir nada, igual que había entrado. Buscó en los bolsillos el paquete de tabaco, el móvil, algún billete para tomar un brandy, las llaves de la casa. Pero no encontró nada.

En la textura del tejido percibió que la chaqueta no era la suya y que los zapatos, demasiado ajustados, le molestaban al andar, y que aquella barba medio crecida no era suya, y sintió que los pies le llevaban de un lugar a otro contra su propia voluntad, sin que pudiera optar entre una calle u otra.

Y fue cuando se sentó a la mesa de un restaurante, y el camarero lo saludó ceremonioso, y comenzó a servirle un menú que detestaba. Allí empezó a darse cuenta de que habitaba un cuerpo que no era el suyo. Lo supo en aquel mismo instante porque, a través de los cristales ahumados que daban a la glorieta, vio su cuerpo pasear ausente de él mismo.

No le desconcertó observar la visión de él mismo en otro lugar, sino la decisión con la que andaba, la seguridad con que saludaba a los viandantes y el conocimiento minucioso de una plaza en la que nunca había puesto los pies. El camarero le interrumpió para entregarle la cuenta, y fue ahí cuando no supo qué decir ni qué hacer.

Se levantó sin decir palabra y se fue detrás de él mismo o de quien había sido hasta entonces. Y desde ese mismo instante nadie sabe dónde anda ni qué fue de él. Ahora entiendo, doctor, por qué dice que es tan difícil encontrarnos a nosotros mismos.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
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