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Daniel Guerrero | Una guerra ilegal, inmoral y criminal

No es la primera vez que escribo sobre el genocidio que perpetra Israel en Gaza, destruyendo ciudades y matando con bombas, balas o de hambre a la población civil que malvive allí. El asco que me produce esta barbarie es inmenso. Y la frustración de que nada (la legalidad internacional) ni nadie (ningún gobierno u organismo) sea capaz de parar esta masacre me es todavía más desesperante.


Pero hay que seguir denunciando, cuantas veces sea necesario, esa guerra ilegal, inmoral y criminal que Israel ha declarado al pueblo palestino. En primer lugar, porque no es siquiera una guerra, en sentido estricto del término, ya que no son dos ejércitos combatiendo en un frente de batalla, con parecidos medios, sino la bruta fuerza militar de un país atacando a una población civil indefensa que no tiene dónde esconderse.

Israel emplea todo su ejército, con soldados, tanques, aviones, drones y barcos, para bombardear y arrasar edificios, hospitales, tiendas de campañas, escuelas, refugios, carreteras, playas y hasta misiones humanitarias de organismos y oenegés que intentan socorrer a las víctimas. No deja ni a un periodista vivo para contar la verdad, pues ha asesinado ya a más de 200 reporteros. Los considerará terroristas armados con cámaras de televisión y fotográficas.

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No es, por tanto, de una guerra de lo que hablamos, sino de un desmesurado uso y abuso del ejercicio de la violencia que contraviene todas las leyes, normas, convenios y tratados que regulan los conflictos bélicos entre las naciones. Y es tan desproporcionado ese poder militar contra civiles que constituye, por su finalidad y los medios, un delito de lesa humanidad. Cada una de las atrocidades que comete a la población no son más que crímenes de guerra de los que algún día Israel, cuando recupere la cordura y retorne a la legalidad, tendrá que rendir cuentas, a pesar de la impunidad y la desidia internacional que actualmente ampara sus acciones.

No se puede declarar la guerra a un pueblo porque de su seno surjan elementos terroristas. No solo por la contención y proporcionalidad en el uso de la fuerza, sino porque con ningún ejército se combate eficientemente el terrorismo. Es con la policía, el apoyo de la población y la política con lo que se logra vencer esa lacra. Bombardear a la población para liquidar a los individuos terroristas que puedan estar escondiéndose entre ella es practicar el mismo terrorismo indiscriminado que se dice combatir, pero en grado aun mucho más elevado y letal. Y ello solo consigue despertar la compasión con el más débil y exacerbar los odios que engendran terroristas.

España no bombardeó el País Vasco aunque entre su población se camuflaran los terroristas de ETA que tanto dolor y muerte esparcieron por el país durante décadas. Se combatió con una política antiterrorista, con medidas policiales, con colaboración policial con otros países, con disuasión carcelaria, con información de inteligencia y, sobre todo, con diálogo y entendimiento social y político.

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La fuerza bruta solo provoca la enfurecida reacción irracional como respuesta, sin conseguir arreglar ningún conflicto o problema. Por ello, Gaza podrá acabar arrasada y destruida, pero las causas que alimentan el enfrentamiento entre palestinos e israelíes continuarán engordando el odio, la intolerancia y la violencia que se profesan ambos pueblos.

Israel tiene motivos para desconfiar hasta de sus propios ciudadanos árabes, a los que trata como de segunda categoría, pero los palestinos también esgrimen los suyos para considerar que con la violencia podrían alcanzar algún día sus sueños nacionales. Lo paradójico es que los objetivos de ambos pueblos no son excluyentes, sino complementarios.

Es lo que contempla la ONU en sus resoluciones sobre el conflicto y lo que un día ratificaron tanto Isaac Rabin como Yasir Arafat: la solución de los dos Estados, uno palestino y otro israelí, soberanos e independientes, que conviven compartiendo aquel territorio en paz.

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Sin embargo, es, precisamente, lo que el recurso a la fuerza y la violencia no permite apreciar, valorar y explorar. Entre otros motivos, porque el actual primer ministro israelí, Banjamín Netanyahu, no alberga ningún interés en intentarlo.

Solo le mueve una obsesión: expulsar a los palestinos para expandir sobre sus tierras lo que su visceral nacionalismo pretende, el Gran Israel, que abarcaría desde el Mediterráneo hasta el Jordán y desde los altos del Golán hasta Egipto.

Una deriva sangrienta de su Gobierno con la que un expresidente del Parlamento israelí, Avraham Burg, declaró sentirse asqueado. Ninguna persona con una mínima sensibilidad ética puede ignorar sin asquearse lo que está haciendo en Gaza y Cisjordania el Ejército hebreo contra el pueblo palestino.

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Así no se rescatan rehenes ni se vence al terrorismo, sino que se cultivan las semillas para perpetuar el conflicto. Y menos en nombre de una democracia como la que presuntamente rige Israel. Una verdadera democracia no puede eludir el respeto a las minorías ni ignorar los Derechos Humanos. Lo que practica Israel en Gaza es un exterminio planificado de gazatíes y la conculcación sistemática de los Derechos Humanos y la legalidad internacional.

Si eso se tolera por ser, supuestamente, una democracia, no me gustaría estar en la disyuntiva de tener que elegir entre un régimen que pisotea tales derechos y una dictadura que los respeta, aunque limite otras libertades y que, además, no masacra a ningún pueblo cometiendo genocidio, como hace hoy Israel.

En estos tiempos, al parecer, las etiquetas políticas ya no se corresponden con el comportamiento de ciertas naciones y gobiernos, como sucedió con la demócrata Sudáfrica del apartheid. Y con lo que hace ahora Rusia en Ucrania. Incluso con los nuevos modos autoritarios de EE UU, que hace redadas para expulsar a inmigrantes y bombardea lanchas en aguas internacionales en vez de detenerlas, apresar a sus ocupantes y confiscar la mercancía como prueba ante la justicia de un delito.

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Hay que llamar las cosas por su nombre. Ni esos comportamientos gubernamentales son los propios de una democracia, ni Israel ejerce la legítima defensa tras los terribles atentados cometidos por las milicias terroristas propalestinas de hace dos años.

Lo que está llevando a cabo el gobierno sionista de Netanyahu es una guerra ilegal, inmoral y criminal en Gaza, un diluvio de fuego y metralla que ha causado un aterrador balance: 70.000 palestinos muertos, de los cuales un 70 por ciento son mujeres y niños, el 90 por ciento de las edificaciones destruidas, una población sometida a constantes desplazamientos forzados para esquivar las bombas y una hambruna digna de los peores asedios medievales. Un auténtico genocidio que no merece ni sanciones ni represalias. Pero sí la denuncia de cuantos no pueden ni quieren mirar para otro lado. Hasta que dejen de matar. O el mundo entero se convierta en la ley de la selva.


SUMINISTROS AGRÍCOLAS LUQUE - MONTILLA

SIDEMON - SERVICIO INTEGRAL A LA DEPENDENCIA


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