Tras la Primera República y el año de dictadura del general Serrano, regresó la monarquía con la familia de los Borbones, coronando a Alfonso XII. Antonio Cánovas del Castillo, ministro de la Unión Liberal durante el reinado de Isabel II, había concebido un sistema por el cual dos grandes partidos, que engloban las ideas principales de la sociedad, se alternarían en el poder.
Ese bipartidismo que tan bien conocemos en la actualidad hizo que se alternasen en el poder el Partido Liberal Conservador, liderado por el propio Antonio Cánovas del Castillo, y el Partido Liberal-Fusionista, liderado por Práxedes Mateo Sagasta.
Con la muerte de sus líderes (Cánovas fue asesinado en 1897 y, seis años después, fallecería Sagasta), ambos partidos comenzaron a tener muchas luchas internas que ocasionaron que la alternancia y los gobiernos durasen cada vez menos tiempo, hasta que finalmente, en 1923, Primo de Rivera dio un golpe de Estado y estableció una dictadura con la que suspendió la Constitución hasta entonces vigente. Para mantenerse en el poder, fundó en 1924 un partido político propio, la Unión Patriótica. Sin embargo, este nuevo régimen no tuvo demasiados apoyos políticos y, en 1930, Primo de Rivera presentó su dimisión.
Y aunque el ideario demócrata-republicano sufrió un repliegue impuesto con la Restauración tras la derrota de la Primera República, mantuvo y ensanchó su influencia entre las capas medias y trabajadoras en ciudades y en importantes comarcas agrarias.
Ellos fueron los que, de modo temprano en el Bienio Progresista (1854-1856) y en la Primera República (1873), asignaron al Estado un papel mediador, influidos, sin duda, por las medidas sociales del primer Gobierno de la Segunda República francesa (1848).
Es preciso, por tanto, encuadrar en ese contexto europeo de ideas y materializaciones políticas la evolución de las izquierdas en España. Unos idearios que, respecto a los socialistas y anarquistas, con valiosos precedentes desde la década de 1830 en Europa, se perfilaron sobre todo a partir de la creación, en 1864, de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) o Primera Internacional, fundada en Londres por socialistas, anarquistas y republicanos europeos de diversos países, con Marx y Bakunin como cabezas destacadas.
Por entonces, ya Marx y Engels habían redactado el Manifiesto comunista, en 1848, con propuestas revolucionarias de emancipación e internalización proletaria que marcaron hitos como la Comuna de París, el derecho al voto de la mujer en algunos estados de EE.UU. y la consolidación de la Revolución bolchevique en Rusia.
Hubo discrepancias en esa Primera Internacional. Marx proponía crear organizaciones propias de la clase trabajadora, concienciadas en unirse para abolir la explotación. Pero Bakunin, que rechazaba todo principio de autoridad o sumisión, confiaba en la espontaneidad rebelde del individuo, por lo que contaba también con el campesinado para sublevarse contra todo expolio.
Por ese motivo, un Estado socialista organizado como dictadura del proletariado para abolir la explotación capitalista como propugnaba Marx, se convirtió en punto de ruptura para un Bakunin que rechazaba cualquier tipo de Estado por representar una amenaza para las libertades individuales.
Las tensiones entre bakunistas y marxistas llegaron hasta tal extremo que en 1876 se disolvió la AIT. Los socialistas seguidores de Marx formaron la Segunda Internacional en 1889, de la que expulsaron a los anarquistas en 1893. Esa Segunda Internacional se convirtió en la federación solo de los partidos socialistas creados en diferentes naciones, como el Partido Socialista Alemán (SPD).
En España se crearon varias secciones de la AIT, algunas influenciadas por el internacionalismo colectivista de Bakunin, como en Madrid y Barcelona, las cuales, en su primer congreso, crearon la Federación Regional Española de la AIT (FRE-AIT), en 1870.
Al año siguiente (1871), llega a Madrid el yerno de Marx, Paul Lafargue, que convence a los afiliados madrileños de las tesis contrarias al anarquismo, aglutinando entonces el primer grupo de socialistas en el que figuraba, entre otros, el tipógrafo Pablo Iglesias. Los pocos seguidores de Marx, expulsados de la FRE-AIT por los bakunistas, crearon una Federación Madrileña, que había logrado el aval de la Internacional, dispuesta a apoyar a los “hermanos republicanos democráticos federales”.
Así, el 2 de mayo de 1879, en una comida de taberna, 16 tipógrafos, tres artesanos y un par de profesionales fundaron el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) que, en su primera asamblea, elige a Pablo Iglesias como secretario y aprueba un manifiesto que sienta las bases y las metas.
Pero no es hasta 1881 cuando el PSOE sale de la clandestinidad y comienza su andadura como partido, al amparo de una ley de asociaciones obreras (1881) y, posteriormente, la Ley de Asociaciones (1887), que permitiría su plena legalización. Los socialistas comenzaron a competir electoralmente y fueron artífices, en 1888, de la creación en Barcelona de la primera organización nacional de sociedades obreras que se llamó Unión General de Trabajadores (UGT).
Entre tanto, en la última década del siglo, el anarquismo sobrevivió fragmentado entre sociedades de resistencia y núcleos de activistas instalados sobre todo en Cataluña y en comarcas de la Baja Andalucía. Defendieron la jornada de ocho horas, organizaron mítines contra las elecciones y, sobre todo, lograron impacto internacional con la violencia ejercida de “propaganda por el hecho”.
Y, aunque el anarquismo siempre mantuvo la violencia como posibilidad táctica, también albergó en su seno facetas de librepensamiento y sueños pacíficos de emancipación que podían incidir desde la práctica del amor libre hasta el veganismo.
Tanto anarquistas como socialistas tuvieron que afrontar otro debate: la creación en la Rusia soviética de la Tercera Internacional, en 1919, definida como “comunista”. Esta Tercera Internacional quebró especialmente las estrategias y doctrinas del socialismo.
Fernando de los Ríos, socialista de formación republicano-reformista, que había viajado a Rusia a conocer a los líderes e ideario de aquella revolución, propuso al PSOE oponerse a entrar en esa nueva Internacional que propugnaba un “despotismo ilustrado” para el pueblo, pues era el partido quien monopolizaría “el derecho a definir la verdad civil”.
No obstante, un sector de las Juventudes Socialistas se transformó en 1920 en Partido Comunista Español (PCE), adherido a la Internacional Comunista y, al año siguiente, otro sector socialista opuesto a la Segunda Internacional que había fundado el Partido Comunista Obrero Español (PCOE), se fusionaría con el PCE. Por su parte, la UGT, con Largo Caballero a la cabeza, también se opuso a contemporizar con la Tercera Internacional, situándose de modo contundente en el lado de las socialdemocracias frente a las propuestas bolcheviques.
El anarquismo sindical constituyó en Barcelona la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) en 1910, fruto del sindicato catalán Solidaridad Obrera, como alternativa a la UGT. Adscrito a la Primera Internacional, solo en 1919 manifestó su apoyo oficial a la Revolución rusa y su disposición a establecer relaciones con la Tercera Internacional, pero cuestionando que “un partido no va más allá de organizar un golpe de Estado y un golpe de Estado no es una revolución”.
En suma, aquel ideario republicano, aunque fragmentado en distintos partidos y enarbolado, también, por esas emergentes izquierdas, constituyó la plataforma que abrió caminos para aspiraciones sociales y exigencias políticas de nuevo cuño.
Y, entre esas transformaciones radicales, figuraba la educación pública, puesto que durante siglos la organización y cometidos de la instrucción, incluyendo universidades, había estado en manos del estamento eclesiástico. Un estudio que inspiró la famosa Ley Moyano de 1857 concluía de esta forma tan drástica: “La cuestión, ya lo he dicho, es cuestión de poder. Trátase de saber quién ha de dominar a la sociedad: el gobierno o el clero”.
La educación, por tanto, fue considerada el camino para adquirir y desarrollar un pensamiento crítico y una ciencia libre que guiase el progreso social. Así lo entendieron los intelectuales demócratas-republicanos, liderados por Giner de los Ríos, que convirtieron la tarea de modernizar la pedagogía y el cuerpo de maestros en el medio más eficaz para solucionar la “cuestión social”.
Serían, pues, los intelectuales republicanos y el sector demócrata del Partido Liberal quienes, tras la derrota en 1898, situaron al clero español en la diana y le asignaron la responsabilidad del atraso español. No en vano los obispos incluían entre los libros prohibidos obras que propagaban el darwinismo, por ejemplo.
La iglesia, tras perder peso económico con las desamortizaciones, había recuperado su fuerza como institución ideológico-cultural guardiana de los valores de propiedad, jerarquía y orden social propios de las oligarquías conservadoras.
Por eso, los demócrata-republicanos defendían la libre circulación de ideas y una enseñanza sin dogmas, basada en el positivismo racionalista, la fe en la ciencia y la libertad radical de ideas y conciencias. Ese anticlericalismo, legado de la revolución de 1868, acompañó a la efímera República de 1873 y protagonizó en gran medida la agenda social y política de la primera década del siglo XX.
Además, los cambios económicos, sociales, tecnológicos e ideológicos desplegados desde finales del siglo XIX impulsaron no solo transformaciones políticas, sino también innovaciones culturales, entre ellas, la conciencia de igualdad de las mujeres. Porque, a pesar de un siglo de tantas proclamas emancipatorias, llegó el siglo XX y las mujeres, en su práctica totalidad, seguían recluidas en espacios privados, siempre subordinadas al varón.
En España, era tan palmaria la desigualdad que hasta el Código Civil corroboraba en parte lo que el Código Napoleónico había estipulado en 1804: la nula capacidad jurídica de la mujer, siempre bajo tutela, primero del padre, luego del marido. Y las pocas mujeres que pudieron plantearse un cambio de posición, procuraron no subvertir totalmente los estereotipos y funciones asignadas a la mujer, como Concepción Arenas, quien en 1869 publicó La mujer del porvenir.
Ello no impediría que, dentro del anarquismo español, hubiera mujeres que sumaron a la lucha obrera la bandera de la igualdad de la mujer, como Teresa Mañé –madre de Federica Montseny- y Teresa Claramunt, que militó como sindicalista.
El feminismo, por tanto, emergió desde dos medios sociales: el de las clases medias ilustradas y, sobre todo, desde el asociacionismo obrero. En ambas casos reflejaba una faceta importante de la modernización social y cultural que experimentó una España con enormes desigualdades y lastres.
Ese bipartidismo que tan bien conocemos en la actualidad hizo que se alternasen en el poder el Partido Liberal Conservador, liderado por el propio Antonio Cánovas del Castillo, y el Partido Liberal-Fusionista, liderado por Práxedes Mateo Sagasta.
Con la muerte de sus líderes (Cánovas fue asesinado en 1897 y, seis años después, fallecería Sagasta), ambos partidos comenzaron a tener muchas luchas internas que ocasionaron que la alternancia y los gobiernos durasen cada vez menos tiempo, hasta que finalmente, en 1923, Primo de Rivera dio un golpe de Estado y estableció una dictadura con la que suspendió la Constitución hasta entonces vigente. Para mantenerse en el poder, fundó en 1924 un partido político propio, la Unión Patriótica. Sin embargo, este nuevo régimen no tuvo demasiados apoyos políticos y, en 1930, Primo de Rivera presentó su dimisión.
Y aunque el ideario demócrata-republicano sufrió un repliegue impuesto con la Restauración tras la derrota de la Primera República, mantuvo y ensanchó su influencia entre las capas medias y trabajadoras en ciudades y en importantes comarcas agrarias.

Ellos fueron los que, de modo temprano en el Bienio Progresista (1854-1856) y en la Primera República (1873), asignaron al Estado un papel mediador, influidos, sin duda, por las medidas sociales del primer Gobierno de la Segunda República francesa (1848).
Es preciso, por tanto, encuadrar en ese contexto europeo de ideas y materializaciones políticas la evolución de las izquierdas en España. Unos idearios que, respecto a los socialistas y anarquistas, con valiosos precedentes desde la década de 1830 en Europa, se perfilaron sobre todo a partir de la creación, en 1864, de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) o Primera Internacional, fundada en Londres por socialistas, anarquistas y republicanos europeos de diversos países, con Marx y Bakunin como cabezas destacadas.
Por entonces, ya Marx y Engels habían redactado el Manifiesto comunista, en 1848, con propuestas revolucionarias de emancipación e internalización proletaria que marcaron hitos como la Comuna de París, el derecho al voto de la mujer en algunos estados de EE.UU. y la consolidación de la Revolución bolchevique en Rusia.

Hubo discrepancias en esa Primera Internacional. Marx proponía crear organizaciones propias de la clase trabajadora, concienciadas en unirse para abolir la explotación. Pero Bakunin, que rechazaba todo principio de autoridad o sumisión, confiaba en la espontaneidad rebelde del individuo, por lo que contaba también con el campesinado para sublevarse contra todo expolio.
Por ese motivo, un Estado socialista organizado como dictadura del proletariado para abolir la explotación capitalista como propugnaba Marx, se convirtió en punto de ruptura para un Bakunin que rechazaba cualquier tipo de Estado por representar una amenaza para las libertades individuales.
Las tensiones entre bakunistas y marxistas llegaron hasta tal extremo que en 1876 se disolvió la AIT. Los socialistas seguidores de Marx formaron la Segunda Internacional en 1889, de la que expulsaron a los anarquistas en 1893. Esa Segunda Internacional se convirtió en la federación solo de los partidos socialistas creados en diferentes naciones, como el Partido Socialista Alemán (SPD).

En España se crearon varias secciones de la AIT, algunas influenciadas por el internacionalismo colectivista de Bakunin, como en Madrid y Barcelona, las cuales, en su primer congreso, crearon la Federación Regional Española de la AIT (FRE-AIT), en 1870.
Al año siguiente (1871), llega a Madrid el yerno de Marx, Paul Lafargue, que convence a los afiliados madrileños de las tesis contrarias al anarquismo, aglutinando entonces el primer grupo de socialistas en el que figuraba, entre otros, el tipógrafo Pablo Iglesias. Los pocos seguidores de Marx, expulsados de la FRE-AIT por los bakunistas, crearon una Federación Madrileña, que había logrado el aval de la Internacional, dispuesta a apoyar a los “hermanos republicanos democráticos federales”.
Así, el 2 de mayo de 1879, en una comida de taberna, 16 tipógrafos, tres artesanos y un par de profesionales fundaron el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) que, en su primera asamblea, elige a Pablo Iglesias como secretario y aprueba un manifiesto que sienta las bases y las metas.

Pero no es hasta 1881 cuando el PSOE sale de la clandestinidad y comienza su andadura como partido, al amparo de una ley de asociaciones obreras (1881) y, posteriormente, la Ley de Asociaciones (1887), que permitiría su plena legalización. Los socialistas comenzaron a competir electoralmente y fueron artífices, en 1888, de la creación en Barcelona de la primera organización nacional de sociedades obreras que se llamó Unión General de Trabajadores (UGT).
Entre tanto, en la última década del siglo, el anarquismo sobrevivió fragmentado entre sociedades de resistencia y núcleos de activistas instalados sobre todo en Cataluña y en comarcas de la Baja Andalucía. Defendieron la jornada de ocho horas, organizaron mítines contra las elecciones y, sobre todo, lograron impacto internacional con la violencia ejercida de “propaganda por el hecho”.
Y, aunque el anarquismo siempre mantuvo la violencia como posibilidad táctica, también albergó en su seno facetas de librepensamiento y sueños pacíficos de emancipación que podían incidir desde la práctica del amor libre hasta el veganismo.

Tanto anarquistas como socialistas tuvieron que afrontar otro debate: la creación en la Rusia soviética de la Tercera Internacional, en 1919, definida como “comunista”. Esta Tercera Internacional quebró especialmente las estrategias y doctrinas del socialismo.
Fernando de los Ríos, socialista de formación republicano-reformista, que había viajado a Rusia a conocer a los líderes e ideario de aquella revolución, propuso al PSOE oponerse a entrar en esa nueva Internacional que propugnaba un “despotismo ilustrado” para el pueblo, pues era el partido quien monopolizaría “el derecho a definir la verdad civil”.
No obstante, un sector de las Juventudes Socialistas se transformó en 1920 en Partido Comunista Español (PCE), adherido a la Internacional Comunista y, al año siguiente, otro sector socialista opuesto a la Segunda Internacional que había fundado el Partido Comunista Obrero Español (PCOE), se fusionaría con el PCE. Por su parte, la UGT, con Largo Caballero a la cabeza, también se opuso a contemporizar con la Tercera Internacional, situándose de modo contundente en el lado de las socialdemocracias frente a las propuestas bolcheviques.

El anarquismo sindical constituyó en Barcelona la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) en 1910, fruto del sindicato catalán Solidaridad Obrera, como alternativa a la UGT. Adscrito a la Primera Internacional, solo en 1919 manifestó su apoyo oficial a la Revolución rusa y su disposición a establecer relaciones con la Tercera Internacional, pero cuestionando que “un partido no va más allá de organizar un golpe de Estado y un golpe de Estado no es una revolución”.
Cuestiones sociales
En suma, aquel ideario republicano, aunque fragmentado en distintos partidos y enarbolado, también, por esas emergentes izquierdas, constituyó la plataforma que abrió caminos para aspiraciones sociales y exigencias políticas de nuevo cuño.
Y, entre esas transformaciones radicales, figuraba la educación pública, puesto que durante siglos la organización y cometidos de la instrucción, incluyendo universidades, había estado en manos del estamento eclesiástico. Un estudio que inspiró la famosa Ley Moyano de 1857 concluía de esta forma tan drástica: “La cuestión, ya lo he dicho, es cuestión de poder. Trátase de saber quién ha de dominar a la sociedad: el gobierno o el clero”.

La educación, por tanto, fue considerada el camino para adquirir y desarrollar un pensamiento crítico y una ciencia libre que guiase el progreso social. Así lo entendieron los intelectuales demócratas-republicanos, liderados por Giner de los Ríos, que convirtieron la tarea de modernizar la pedagogía y el cuerpo de maestros en el medio más eficaz para solucionar la “cuestión social”.
Serían, pues, los intelectuales republicanos y el sector demócrata del Partido Liberal quienes, tras la derrota en 1898, situaron al clero español en la diana y le asignaron la responsabilidad del atraso español. No en vano los obispos incluían entre los libros prohibidos obras que propagaban el darwinismo, por ejemplo.
La iglesia, tras perder peso económico con las desamortizaciones, había recuperado su fuerza como institución ideológico-cultural guardiana de los valores de propiedad, jerarquía y orden social propios de las oligarquías conservadoras.

Por eso, los demócrata-republicanos defendían la libre circulación de ideas y una enseñanza sin dogmas, basada en el positivismo racionalista, la fe en la ciencia y la libertad radical de ideas y conciencias. Ese anticlericalismo, legado de la revolución de 1868, acompañó a la efímera República de 1873 y protagonizó en gran medida la agenda social y política de la primera década del siglo XX.
Además, los cambios económicos, sociales, tecnológicos e ideológicos desplegados desde finales del siglo XIX impulsaron no solo transformaciones políticas, sino también innovaciones culturales, entre ellas, la conciencia de igualdad de las mujeres. Porque, a pesar de un siglo de tantas proclamas emancipatorias, llegó el siglo XX y las mujeres, en su práctica totalidad, seguían recluidas en espacios privados, siempre subordinadas al varón.
En España, era tan palmaria la desigualdad que hasta el Código Civil corroboraba en parte lo que el Código Napoleónico había estipulado en 1804: la nula capacidad jurídica de la mujer, siempre bajo tutela, primero del padre, luego del marido. Y las pocas mujeres que pudieron plantearse un cambio de posición, procuraron no subvertir totalmente los estereotipos y funciones asignadas a la mujer, como Concepción Arenas, quien en 1869 publicó La mujer del porvenir.

Ello no impediría que, dentro del anarquismo español, hubiera mujeres que sumaron a la lucha obrera la bandera de la igualdad de la mujer, como Teresa Mañé –madre de Federica Montseny- y Teresa Claramunt, que militó como sindicalista.
El feminismo, por tanto, emergió desde dos medios sociales: el de las clases medias ilustradas y, sobre todo, desde el asociacionismo obrero. En ambas casos reflejaba una faceta importante de la modernización social y cultural que experimentó una España con enormes desigualdades y lastres.
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