De chico era adicto a los tebeos de Superman, tal vez por conocer al personaje en las viñetas dominicales del periódico que compraba mi padre y, de seguirlo, hipnotizado, en unos episodios televisivos en blanco y negro que hoy a ningún niño engatusarían.
Hay que tener en cuenta que el héroe de la capa roja ya venía entreteniendo a los ingenuos desde 1938, cuando el dibujante Joe Shuster y el guionista Jerry Siegel presentaron, en el primer número de la revista Action Comics, al fantástico "hombre de acero", el primer superhéroe de la historia.
Y aunque soy un abuelete que peina canas, Superman es aun más viejo. De ahí mis recuerdos imborrables y la curiosidad que siento por las andanzas de un ídolo de mi infancia que volvió a la palestra gracias a la excelente interpretación cinematográfica de Christopher Reeve, el actor que protagonizó el Superman de Richard Donner, en 1978.
Desde entonces, no ha dejado periódicamente de revolotear por el imaginario popular, practicando una especie de eterno retorno que actualiza y vulgariza el mito, compitiendo con denodado esfuerzo comercial con la miríada de superhéroes modernos que proceden del universo de Marvel. Pero, de entre todos ellos, sigo prefiriendo a Superman.
Por eso veré la última película, aunque reconozco que sin ningún entusiasmo y más bien por interés arqueológico. Simplemente, por ver cómo se aborda una nueva versión de la historia ficticia de un superviviente de Kripton, un planeta que se desintegró junto al sol que orbitaba, y que había sido enviado por su padre en una nave a la Tierra, siendo un bebé, para salvarlo. La cápsula se estrella en un campo de Kansas, donde los Kent, unos humildes granjeros sin descendencia, lo rescatan y crían como el hijo que nunca tuvieron, inculcándole que utilizara sus poderes para hacer el bien.
Desde antiguo, la mitología nos tiene acostumbrados a dioses parecidos, que encarnan lo bueno, lo bello y lo deseado, capaces de proezas extraordinarias con las que intervienen a menudo, para bien o para mal, en el mundo terrenal y mortal de los humanos. Superman es más sofisticado y, al mismo tiempo, el más simple arquetipo de semidios justiciero que defiende a la humanidad frente al mal que ella misma incuba en su seno, como el pérfido Lex Luthor, cuya inteligencia es tan enorme como su inmoralidad y ambición.
La última versión del mito es la película recién estrenada en los cines del director James Gunn. Al parecer, el film se aleja de los mamporros y los ruidos estruendosos para contarnos “una historia sobre la amabilidad con la que cualquiera puede sentirse identificado”, según declaró a la revista Variety.
Aun no he visto la película, pero temo que vaya a tratar al personaje, para humanizarlo, con las depresiones que contagiaron las últimas apariciones de James Bond o Batman por parte de algunos guionistas con pretensiones de complejidad psicológica.
Lo que me atrae hoy de la historieta es ese Superman bondadoso, que representa a un inmigrante en un país que actualmente hace batidas para apresar y expulsar cuantos migrantes hayan atravesado ilegalmente sus fronteras. Me divierte pensar cómo se enfrentaría nuestro superhéroe, un inmigrante cósmico, a los desvelos de Trump por detenerlo y repatriarlo bajo amenazas que resultarían hilarantes si no fueran tan arbitrarias, inhumanas, graves e indignas. La realidad es, pues, más distópica que los cómics de Superman. Por eso sirven para desconectar y evadirse, que es lo que haré.
Hay que tener en cuenta que el héroe de la capa roja ya venía entreteniendo a los ingenuos desde 1938, cuando el dibujante Joe Shuster y el guionista Jerry Siegel presentaron, en el primer número de la revista Action Comics, al fantástico "hombre de acero", el primer superhéroe de la historia.
Y aunque soy un abuelete que peina canas, Superman es aun más viejo. De ahí mis recuerdos imborrables y la curiosidad que siento por las andanzas de un ídolo de mi infancia que volvió a la palestra gracias a la excelente interpretación cinematográfica de Christopher Reeve, el actor que protagonizó el Superman de Richard Donner, en 1978.

Desde entonces, no ha dejado periódicamente de revolotear por el imaginario popular, practicando una especie de eterno retorno que actualiza y vulgariza el mito, compitiendo con denodado esfuerzo comercial con la miríada de superhéroes modernos que proceden del universo de Marvel. Pero, de entre todos ellos, sigo prefiriendo a Superman.
Por eso veré la última película, aunque reconozco que sin ningún entusiasmo y más bien por interés arqueológico. Simplemente, por ver cómo se aborda una nueva versión de la historia ficticia de un superviviente de Kripton, un planeta que se desintegró junto al sol que orbitaba, y que había sido enviado por su padre en una nave a la Tierra, siendo un bebé, para salvarlo. La cápsula se estrella en un campo de Kansas, donde los Kent, unos humildes granjeros sin descendencia, lo rescatan y crían como el hijo que nunca tuvieron, inculcándole que utilizara sus poderes para hacer el bien.
Desde antiguo, la mitología nos tiene acostumbrados a dioses parecidos, que encarnan lo bueno, lo bello y lo deseado, capaces de proezas extraordinarias con las que intervienen a menudo, para bien o para mal, en el mundo terrenal y mortal de los humanos. Superman es más sofisticado y, al mismo tiempo, el más simple arquetipo de semidios justiciero que defiende a la humanidad frente al mal que ella misma incuba en su seno, como el pérfido Lex Luthor, cuya inteligencia es tan enorme como su inmoralidad y ambición.

La última versión del mito es la película recién estrenada en los cines del director James Gunn. Al parecer, el film se aleja de los mamporros y los ruidos estruendosos para contarnos “una historia sobre la amabilidad con la que cualquiera puede sentirse identificado”, según declaró a la revista Variety.
Aun no he visto la película, pero temo que vaya a tratar al personaje, para humanizarlo, con las depresiones que contagiaron las últimas apariciones de James Bond o Batman por parte de algunos guionistas con pretensiones de complejidad psicológica.
Lo que me atrae hoy de la historieta es ese Superman bondadoso, que representa a un inmigrante en un país que actualmente hace batidas para apresar y expulsar cuantos migrantes hayan atravesado ilegalmente sus fronteras. Me divierte pensar cómo se enfrentaría nuestro superhéroe, un inmigrante cósmico, a los desvelos de Trump por detenerlo y repatriarlo bajo amenazas que resultarían hilarantes si no fueran tan arbitrarias, inhumanas, graves e indignas. La realidad es, pues, más distópica que los cómics de Superman. Por eso sirven para desconectar y evadirse, que es lo que haré.
DANIEL GUERRERO
FOTOGRAFÍA: DEPOSITPHOTOS.COM
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