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Daniel Guerrero | Las izquierdas en España (III)

Si el XVIII fue el siglo de la Ilustración, el XIX en España fue el de los sobresaltos y la fragmentación política. Se sucedieron gobiernos, se abolían y proclamaban regímenes, se dividían las “facciones” políticas, se libraban guerras y el imperio ultramarino se perdía. Un siglo de enfrentamientos que comenzaba con la Guerra de Independencia y las luchas de emancipación de las colonias, y se cerraba con las guerras carlistas y la Guerra de Cuba, como colofón bélico temporal.

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Cien años en los que la Constitución de Cádiz se volvió a proclamar en el Trienio Liberal (1820-1823) y se consolidó la fragmentación de los liberales entre moderados y exaltados. Vino después la Década Ominosa que supuso el regreso del absolutismo de Fernando VII.

Tras su abdicación, le sucedió como regente (1833-1840) su esposa María Cristina y, en cuanto cumplió 13 años, el reinado de su hija Isabel II (1840-1858). Cuando falleció Fernando VII, el liberalismo consiguió ser la ideología principal, alternando gobiernos liberales progresistas y moderados.

La Constitución de 1845 estableció la soberanía conjunta entre Monarquía y las Cortes. Pero esa alternancia democrática chocó directamente con la institución monárquica a causa del comportamiento de la Corona, dedicada a especular con la riqueza pública y a amasar fortuna de notoria ilegalidad.

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Ello suscitaría un fuerte sentimiento antimonárquico y, sobre todo, antiborbónico, por lo que no resultó difícil propagar una alternativa republicana. Y es que la democracia exige no solo igualdad sino también un comportamiento cívico virtuoso, en coherencia con el principio de fraternidad.

Por si fuera poco, Carlos María de Isidro, hermano de Fernando VII, ambicionaba el trono, por lo que no reconoció a Isabel II como reina. Desató entonces las llamadas guerras carlistas. Los defensores de la joven reina buscaron apoyo en los liberales, lo que benefició al liberalismo, como ya hemos señalado. Por este motivo, el Partido Moderado monopolizó el Gobierno al contar con el apoyo de la Corona.

Por su parte, en el Partido Progresista se desataba un intenso debate lleno de divergencias, que culminó con un manifiesto titulado: “Programa de gobierno de la extrema [sic] izquierda del Congreso. Dedicado al Pueblo”. Al exigir el sufragio universal masculino y considerarse a sí mismos la “extrema izquierda” de la vida política, se pensaron como los representantes del pueblo, de los excluidos del sistema de representación censitario. Y colocaron a su derecha a los dos grandes partidos liberales porque habían abandonado al pueblo español en sus aspiraciones de emancipación y progreso social. La izquierda iba tomando cuerpo.

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Cosa que no es de extrañar porque, desde la década de 1830, en círculos intelectuales y políticos del mundo occidental ya circulaban las ideas y propuestas de Robert Owen, Saint-Simon, Fourier y Cabet, entre otros. El exilio de los liberales en Inglaterra y Francia durante la década absolutista (1823-1833) fue decisivo para conocer las corrientes políticas del momento.

Las influencias de ese primer socialismo calaron pronto en aquellos sectores ilustrados progresistas. Lo que fue crucial para la fundación del Partido Democrático, en 1849, que representaba la tendencia socialista en su seno, y del que, en una nueva fragmentación, llevaría a gran parte de sus integrantes a constituir el Partido Republicano Democrático Federal.

La cuestión social fue causa de debate en las filas demócratas. Los anclajes sociales del Partido Democrático prefiguraron el futuro partido de masas, con una red de asociaciones, escuelas, periódicos y actividades sociales desde las que se expandió la ideología de la fraternidad universal.

De este modo, el republicanismo se hizo sinónimo de revolución social, aunque consistieran solo en reformas sociales básicas. Mucho antes de que hubiera anarquistas o socialistas, desde 1840, al grito de “¡Viva la República!” las gentes del pueblo se movilizaron de modo persistente con objetivos bien explícitos.

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Durante esos años de reinado isabelino resulta de gran importancia la Constitución de 1837, con la que se implantó un régimen constitucional estable en España que posibilitaba un sistema parlamentario similar al existente en aquel momento en Francia y Bélgica.

Pero un nuevo sobresalto se produjo en 1868 con la revolución de “La Gloriosa”, dando lugar al Sexenio Democrático (1868-1874) y a la formación de un gobierno provisional, a cuya cabeza se situó el general Serrano. Se redactó una nueva Constitución que amplía los derechos ciudadanos, como el sufragio universal masculino, la libertad de culto y la libertad de unión y asociación.

Mantuvo la monarquía como forma de gobierno, pero aumentó el poder de las Cortes y redujo el del rey. Aquellas Cortes eligieron a Amadeo de Saboya como monarca, pero tuvo la mala suerte de que su principal valedor, el general Prim, fuese asesinado días antes de su llegada. Su reinado duró tres años (1871-1873), protagonizando un período de gran inestabilidad por la tercera guerra carlista y la Guerra en Cuba.

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De la fragmentación de los partidos Democrático y Progresistas surgirían dos nuevas formaciones, el Partido Constitucionalista y el Partido Radical. Y, dada la libertad de asociación y la agitación social reinante derivada del movimiento obrero, llegó a España la voz de un nuevo protagonista en las izquierdas europeas: el internacionalismo obrero, que conectó con sectores minoritarios de los federales e introdujo un planteamiento de lucha de clases que sería la base del sindicalismo moderno.

En ese ambiente de efervescencia política, para hacer frente a la sublevación carlista que controlaba los territorios de Navarra y País Vasco y a una guerra en Cuba que ofrecía un trágico saldo de muertes, junto a las agitaciones callejeras, las insurrecciones y el acoso de los radicales con denuncias contra el Gobierno que alcanzaron a la Corona, las Cortes, reunidas ambas cámaras con mayoría radical-progresista y constituidas en Convención, aunque contravenía lo previsto en la Constitución vigente, decidieron la Jefatura del Estado. Era el 11 de febrero de 1873. Por 258 votos contra 32 se proclamó la República.

Así nació la Primera República de España, el primer experimento no monárquico, que duró poco más de un año, hasta diciembre de 1874, cuando un nuevo pronunciamiento militar dicta su abolición para restaurar la monarquía borbónica con Alfonso XII.

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Aquella República, caracterizada por una gran inestabilidad política que se tradujo en cuatro presidentes del Partido Republicano Federal y una dictadura de un general del Partido Constitucional, sería, en cualquier caso, “un ensayo frustrado de recomponer sobre nuevos supuestos políticos, morales y territoriales el Estado y la nación surgidos de la revolución liberal en las décadas treinta y cuarenta”, como acuñó el historiador Manuel Suárez Cortina, quien añadió: “República significaba democracia, laicismo, descentralización, cultura cívica frente a la militar, aspiraciones sociales de las clases populares frente al pragmatismo e imposición del orden por el modelo moderado”.

Y aunque en ese ambiente de inestabilidad y con un Parlamento hostil, la Primera República también representó el triunfo –frustrado- de las izquierdas como partidos y movimientos sociales en España. Unas izquierdas que, desde entonces, vinieron para quedarse, pues expresaban tanto la conquista del sufragio universal como el establecimiento de derechos que combaten la desigualdad y las injusticias.

Es decir, unas izquierdas que no se conforman con que los súbditos se conviertan en ciudadanos, sino que conquisten cuantos derechos posibiliten su realización como seres humanos en la construcción de una nueva sociedad justa y libre.

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