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Carlos Serrano | Aquellos escalones

En aquellos humildes escalones de piedra, Roberto Expósito había pasado su niñez. Fueron la calle perfecta donde sus soldados de plástico color verse desfilaban. Era su hora de ejercicio diaria antes de regresar a la enorme bolsa de plástico de mercadillo.


Con el paso del tiempo, Roberto transformó aquellos escalones en su salón particular. La puerta de su casa siempre estaba abierta, su abuela cosía delante de la humilde vivienda. Nada movía a aquella mujer de su silla de color blanco, desde las ocho de la mañana hasta la una de la tarde. La única excepción, los días que acudía a misa. No era mujer de misa diaria, pero siempre hay asuntos pendientes que resolver con el Altísimo.

Regresando a los escalones, databan de la época de Carlos V. Eso era lo que explicaba la placa dorada que, de manera orgullosa, colocó el Ayuntamiento durante unas fiestas patronales. Roberto admiraba las letras tan elegantes que presentaban sus escalones al resto del mundo.

Un gran orgullo le hinchaba el pecho cuando los turistas, escasos, se paraban a sacar fotografías delante de la placa. Por supuesto, ese mismo orgullo engordaba si se sacaban fotografías con los escalones. Para los más curiosos, la abuela siempre tenía preparada alguna anécdota de la histórica escalera.

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En ella, Roberto fumó su primer cigarrillo. En ella, bebió su primera cerveza. En ambos casos, su madre le regaló una sonora colleja. Efectivamente, fue recibida en la escalera. A Roberto Expósito le costaba recordar momentos de su vida alejados de aquella pieza arquitectónica.

No le importaban las grietas. No huía del musgo que se abría paso entre los diferentes recovecos. No se planteaba que, en el mundo, hubiera otras escaleras. Quizás, con igual o más antigua historia. Incluso más bellas y mejor conservadas.

No. Él era joven de una única escalera. Su abuelo sostuvo hasta su fallecimiento que Roberto estaba destinado a ser arquitecto. No le faltaban razones al hombre. Era más común ver a Roberto observando todo tipo de edificios antes que jugando con otros niños. En la escuela, el maestro reñía constantemente al chaval por no atender en clase. En la mente del joven se apiñaban todo tipo de incertidumbre sobre su amada escalera.

La que mayor tiempo le rondaba la cabeza, con la consecuencia de las posteriores riñas escolares, era la siguiente: ¿sienten dolor los escalones? La de pies que habrán pasado por delante de su casa. Pies veloces, lentos, militares y comerciantes, hombres, niños y mujeres. Roberto no contaba a los animales. Muchas historias y seres vivos para apenas quince escalones. Qué responsabilidad.

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Exactamente, este pensamiento mantenía ocupada sus neuronas en sus mañanas de colegio. Tampoco cambió mucho el panorama en el instituto. No hubo momento en su vida de estudiante en que no volviera a su imaginación el intentar, en la medida de lo posible, sentir empatía por los escalones de su casa.

En cierta manera, la vida quiso regalar a Roberto una tremenda y bella casualidad en este sentido. A escasos metros de tanto juego, tanta lectura y tanto Carlos V, vivía el que, años después, sería su marido. Otro motivo por el que Roberto estaría enormemente agradecido a su hogar.

Obviamente, el tiempo ha pasado factura al conjunto de peldaños. Roberto fue consciente cuando regresó a casa, tras finalizar sus estudios superiores. Pero el sentimiento no había variado en absoluto. Su entonces novio, Raúl, no entendía, y eso que eran vecinos, lo que veía su pareja en aquellas humildes piezas urbanas.

Roberto se lo ha tratado de explicar miles de veces desde entonces. Ya de casados, Roberto expuso recientemente en su décimo aniversario, armado con una copa de su vino favorito, que la vida era como aquella escalera en la que pasó su infancia. Afortunadamente, no ha dejado de facilitar su subida. Tiene un buen trabajo, un buen sueldo. Ha logrado adoptar a tres hijos.

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Las complicaciones en aquellos años que tanto añora eran mínimas. En su escalera, Israel no masacra a Palestina. Rusia no juega a ser un imperio, los políticos no esperan desgracias para acercarse a la ciudadanía y escuchar su voz. Los bancos no quiebran provocando la mayor crisis económica, también de valores humanos, desde 1929.

Los representantes públicos no piensan en llenarse los bolsillos mientras muere la población por un virus mortal. El fascismo queda enterrado en los libros de Historia. La homofobia, el racismo y la misoginia quedan para los estudios académicos sobre cómo era posible que existieran semejantes lacras sociales.

En otras palabras, son piezas de museo arqueológico. No llegaba el mundo a aquella fortaleza de escalatina. Raúl besó a Roberto e hicieron el amor con pasión y dulzura. Afuera, pensaba Roberto, que estalle el mundo en pedazos. Ojalá se mantenga la inocencia y pureza de aquellos escalones.

CARLOS SERRANO
FOTOGRAFÍA: J.P. BELLIDO

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