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HG Manuel | La fotografía (XLI)


El chaparrón había cesado y las nubes, poco a poco más blancas, desfilaban, se iban del cielo. Donde yo estaba, frente al añoso cartel: TALLER IMPRENTA BRETON, olía a tierra mojada.

El modesto local, de esos que cierra una simple cortina metálica, ocupaba los bajos de un edificio sin balcones que se había adueñado del más largo de los tres lados de la plaza; los otros los ocupaban dos vetustos caserones, con varios siglos asentados en su armazón, y el granítico muro trasero de una pequeña iglesia dieciochesca. Trataba de embellecer, de disimular el desaguisado, un tierno jardincillo con olmo y rosal que imitaba el triángulo de la plaza; para librarlo y escapar por la corta callejuela, curveaban los vehículos con rechino de gomas. Pasó una moto y crucé yo.

Un cuarentón desabrido en mangas de camisa, enjuto y largo como una pértiga, vino con un librito como si fuera a arrojármelo. «Menos mal que no es un ladrillo», pensé.

–Está sin pagar –me afeó.

–¿Puedo ojearlo?

Me lo puso con brusquedad en la mano; un objeto feucho, delgadito, de color verde.

–¿Paga usted?

Me entretuvo su antipatía, su mala baba, detalladas en la cara huesuda. ¿Preguntarle? ¿A semejante escarpelo? Tiempo baldío.

–¿No ha pasado por aquí Castilla? –le dedicaba una estupenda sonrisa de ingenuo que aguanté cuanto pude.

–Hace tiempo que por aquí no pasa nadie –aseveró, con cara de aleluya en un funeral.

–No saben lo que se pierden –le sonreí mientras pensaba: «¿A cuántos deudores incluirá nadie?».

No chistó; se dio media vuelta y regresó al fondo del taller para continuar haciendo no sé qué.

La portada, sencilla, mayúsculas, ningún dibujo; cuarenta y ocho páginas; título: El viaje; fecha de impresión: dos meses atrás.

Comencé a leer la introducción: «Sin que me diera cuenta, Ella fue para mí desde el principio una imagen del tiempo. Su rostro era un espejo deformante que marcaba el eclipse de mi vida…». Dudé entre llamar a la profesora o a la actriz para darle cuenta del hallazgo.

–Ya tiene usted su obra de teatro –triné alegremente.

–¿Cómo?

–La adaptación de la novela del señor Castilla.

–¡No es posible!

–Lo es, tengo un ejemplar en la mano –prolongué mi gorjeo.

–Un ejemplar… Mire, la esperanza se me voló, como la paloma, y vaya usted a saber dónde fue. Un ejemplar… –repitió, escéptica–. Usted dice que tiene un ejemplar de mí obra de teatro –insistió.

–En la mano, sí. Tiene una dedicatoria: «Para Ella, por su paciencia».

La di la dirección de la imprenta.

–Pero hay que pagar –advertí, atento siempre a los detalles.

–¿Pagar qué? –se mosqueó.

–La edición completa. Nada de ejemplares sueltos, el impresor es un hueso –le advertí.

–¡Jesús! ¿Y cuántos son?

–No muchos, veinticinco. Le da para regalar a los amigos.

–¡Qué sorpresas da la vida! No lo tenía a usted por chistoso.

Nunca lo he sido. Me despedí de la actriz, de sus dudas, con cierta impresión de chasco, y al impresor le dejé alguna esperanza de cobro.

Me llevó más tiempo visitar los tres restaurantes; como último recurso, me sentí obligado a hacerlo. En el primero, cerca de su casa, vagamente se acordaban de Castilla. En el segundo, muy próximo al instituto, uno de los camareros lo asoció a un grupo de profesores, el otro no lo reconoció. El último quedaba por el centro y servían comidas a domicilio; una de las camareras lo recordaba con simpatía, «Un señor amable, nunca metía prisa y daba las gracias por todo», y nada más, solo un tiempo indefinido cerraba todas las respuestas a mi pregunta: «No hace mucho», «Hace bastante». El tiempo nos transforma en sustancia volátil, lo desvanece todo.

Camino de mi oficina marqué el número de la profesora. Estaba en casa: catarro.

–¡Ha encontrado a Castilla! –me asaltó su alegría, con voz deformada pero reconocible.

–No la llamo por eso, lo siento –la bajé de la nube–. Quería preguntarle por Natalia.

–¿Natalia?

–La persona que dibuja…

–¡Ah, Natalia! Perdone. Una aniña muy aplicada, antigua alumna de Castilla. ¿Por qué me lo pregunta?

Le participé el hallazgo de las cajas.

–¡Ah, vaya! –se sorprendió–. Ni mención de que él hubiera escrito… ¡Cuántas cosas pienso decirle, ninguna agradable!

El enfado le provocó un acceso de tos.

–¡Perdón…! Natalia sufrió un accidente de tráfico. Le produjo una lesión cerebral y quedó en muy mal estado. Tenía problemas para moverse, para hablar… Una desgracia… –carraspeo, tos–. Castilla solía visitarla, y como a ella siempre le había gustado dibujar, y lo hacía muy bien, tenía cierta fama en el instituto, pues la animaba para que continuara haciéndolo. Era necesario, un estímulo para que continuara con sus ejercicios de recuperación, que eran durísimos. ¡Pobre niña! Pero le costaba, no movía con soltura las manos… –de nuevo irrumpió la tos–. ¡Perdón…! Él insistía, le apretaba explicándole que necesitaba a alguien que ilustrara sus libros. Y ella poco a poco, con mucho esfuerzo, con mucha voluntad, ¡qué sería de nosotros sin ella!, fue recuperando su afición, por fin encantada con la oferta de su profesor. ¡Ay, Natalia…! Murió el año pasado, en pleno verano. Un coágulo en el cerebro. ¡Pobre niña mía! Natalia…

Me oí respirar durante unos momentos, no me esperaba semejante final; luego llegó, reiterativa, la tos de la profesora.

–La edición de su último libro lleva meses en la imprenta. Nadie se ha hecho cargo de ella –le informé, aliviado por cambiar de tema.

No le daba para tanta sorpresa. Estaba interesada en recuperar la última obra impresa de Castilla; así que, le sugerí que acordara con Encarnita Centelles.

–La actriz relacionada con Castilla, usted me habló de ella –especifiqué.

–Había olvidado su nombre. ¿Y por qué yo tendría…?

Le expliqué lo de la adaptación, la informé del número de ejemplares y del importe a pagar al impresor.

–Creo que es la penúltima obra de Castilla –añadí.

–Ya… –tosió, se sonó la nariz. No parecía muy convencida.

–Ha pescado un buen catarro.

–Sí… –volvió a toser–. Hablaré con ella.

Me referí después al profesor Segura.

–Está muy interesado en los escritos relacionados con sus fotografías. Quizás ustedes, los amigos del señor Castilla, y asesorados por el señor Perals, consigan que esos cuadernos no se pierdan.

–¡Oiga! –se espantó la profesora–. ¿Quiere decir…? No le entiendo. ¿Ya ha concluido su trabajo?

–Lo siento, me he expresado mal –y tenía razón, aún me quedaba algo por hacer–. Verá, hay un cuaderno en el escritorio del señor Castilla que contiene unas fotografías y los correspondientes escritos basados en ellas. Usted me habló de ese encargo.

–Así es, me acuerdo –reconoció, y sumó un par de toses.

–He hablado con el autor de esas fotografías, el profesor Segura. Está muy interesado en leer ese cuaderno; él tiene otro, no sabe si repetido, que le envió el señor Castilla. Sobre este tema él desea información que yo no puedo darle. Si le parece bien, le doy su número de teléfono.

Ella no tuvo inconveniente.

–Hay algo más –continué–. Usted me habló de una foto, aquella que inquietaba al señor Castilla, ¿lo recuerda?

–Sí, perfectamente. Fue en nuestra última conversación.

–Creo saber a qué foto se refería. Hay en ella algo muy interesante que quiero comentarle. ¿Puede salir a la calle?

Mi pregunta la cogió desprevenida.

–Pues… no debo. ¿Por qué?

–Quiero que vea esa foto.

–¿Y no puede traerla a casa?

–Lo entenderá mejor si la ve donde está.

–¿Y a donde he de ir?

–A la casa del señor Castilla.

–Una pregunta tonta… –tosió y tosió–. La verdad es que me está poniendo nerviosa… –se le escaparon otro par de toses algo broncas–. ¡Y son muchos deberes para una enferma! –fingió enfadarse, eso me pareció.

HG MANUEL

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