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Antonio López Hidalgo | Siempre la misma canción

Ella mira por la ventana cómo se van las últimas nubes, cómo la tormenta amaina, y cómo con esas nubes se va todo un tiempo de ayer que, ahora que lo piensa, apenas le dio tiempo de degustar. Ella lo amaba. Posiblemente todavía piense en él cuando abre el armario y otea de soslayo sus camisas planchadas, sus corbatas, sus libros amontonados por doquier.


Tendría que comenzar a ordenar de nuevo el espacio, piensa, a tirar sus libros y sus camisas, a comprar otro ambientador, incluso a cambiar de apartamento. No lo quiere pensar, pero estas habitaciones le huelen a él. Por la noche, cuando se acuesta, lo siente de espaldas, profundamente dormido, apresurando el sueño antes de que el despertador le rompa las últimas esperanzas.

Se lo dijo tantas veces que él empezó por respetar sus principios desde el primer día y acabó por creerse hasta las últimas torpezas. Ella no quería anillos de compromiso, ni papeles firmados, ni ceremonias de traje largo, incluso le advirtió de posibles infidelidades y él aceptó solo por estar con ella.

Cuando estaban juntos, él se sentía completo, no necesitaba a nadie más. Vivían con el televisor apagado, con la música encendida, discos de unos años felices que ambos vivieron por separado. Así que, por las noches, antes de cenar, mientras él hacía la tortilla de gambas y ella descorchaba una botella de rioja que compraban sin etiqueta, ambos escuchaban canciones de mundos diferentes.

Ella se acordaba con nostalgia de aquel que la amó cuando no había cumplido los veinte años. Era alto, delgado, con un pelo algo rizado que le caía por los hombros, como la moda imponía, con una sonrisa medida que le erizaba la piel.

Un día dejaron de verse, se fue a trabajar a Burgos, allí abrió un comercio, vive con otra mujer algo mayor que él, le dijo una amiga. Cuando escuchaban la canción, la nostalgia le mordía los tentáculos más firmes, y entonces no quería tortilla de gambas, bebía vino y volvía a poner la canción hasta que las lágrimas le inundaban los ojos, y entonces salía a la terraza a contar las nubes que no había.

Él había aceptado de buena manera todas sus condiciones, sus horarios libres, las amigas con las que compartía una complicidad difícil, los veranos sentados en una hamaca pasando calor y leyendo novelas interminables que detestaba.

Allí también, mientras miraba la playa plagada de turistas y niños desagradables a los que seguro debían de odiar también los ecologistas, ella escuchaba por los auriculares la misma canción de todos los días. Era una canción triste como su vida, real como la vida misma, edulcorada, sin pasión alguna, que hablaba como todas de amores descarriados.

Al principio él le perdonó su manera cómoda de no pensar en nadie más que en ella misma, amaba incluso su rebeldía relativa y el ímpetu con que reivindicaba cuanto él ya le había ofrecido y aceptaba de buen grado.

Un buen día comenzó a cansarse de escuchar siempre la misma canción. La canción reivindicativa de sus principios alcanzados e inamovibles, pero también la canción que soltaba su monotonía de pasado estancando lejos incluso de los auriculares.

Ella vivía tan metida en su mundo, tan absorta de verdades maduras, que no se dio cuenta de que él ya no la molestaba, de que la dejaba a sus anchas ir y venir, salir con las amigas, volver a deshoras con cuatro copas de más. Él estaba ya allí, durmiendo de espaldas a ella, con un sueño sosegado de felicidad reconfortante.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que él ya no la quería, y fue entonces cuando percibió que la vida se le desmoronaba como si fuera una montaña de barro roto y seco. Empezó por decirle que tenían que cambiar, comprometerse, que no le importaría que le regalara un anillo con diamante, que no le parecía nada cursi que la besara al amanecer, antes de que se metiera en la cocina a estrujar naranjas frescas, que este verano podrían viajar a La Habana, una ciudad mítica para él, pasear por el malecón escuchando un son improvisado, beber ron, no sé, decía, todo aquello que tanto te gusta. Luego lo hablamos, decía él, pero nunca lo hablaban.

Una de aquellas tardes en que él se sentía solo, sentado a la mesa del mismo bar que frecuentaba todas las tardes, siempre con un vaso de ron y Coca-Cola en las manos, encontró a la otra.

También ella miraba a ninguna parte. Le pidió fuego, pero no tenía. Ella tampoco fumaba, le dijo, será por olvidar, por no aburrirme, no sé, tampoco sabía qué hacía allí. Él tampoco lo sabía, iba por costumbre, por matar cada tarde igual a otra.

Ella le preguntó si no se le ocurría nada para cambiar la vida. Él le dijo que sí, pero que estaba cansado de ir solo, y que ahora esperaba, no sabía, a alguien que llegue, alguien llegará algún día, le dijo. Claro, le dijo ella.

La miró y la vio distinta. Como si hubiese aparecido de pronto. Le dijo si quería beber con él otra copa en otro lugar, en qué lugar le dijo ella, no importa, no lo sé, acaso nunca lo sabré, pero quiero beber contigo. Sí, le dijo, pero no iré sólo para una copa. No importa cuántas sean, le dijo. Pagaron y salieron a una tarde que se había quedado sin nubes.

Ella, la primera mujer, lo esperó todas las noches, pero no volvió. Ya no salía, preparaba la cena, descorchaba la botella de vino, encendía unas velas, apagaba la música para escuchar la llave en la cerradura cuando entrara. Por las noches, creía verlo dormir, de espaldas a ella, sumido en un sueño profundo y feliz.

Un día despertó. Comprobó que no se había llevado las camisas ni los libros, ni la cartera del trabajo ni su agenda. Por primera vez sospechó con fundamento que nunca más volvería. Y lo peor: no sabía qué hacer con sus camisas y con la canción de otro tiempo que también se fue, pero mucho antes que él. Miró por la ventana, no llovía, y afuera la vida parecía más agitada que nunca.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 18 de abril de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO