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Antonio López Hidalgo | Comienza a lloviznar

Lo ve tras los cristales de la cafetería, y entonces paga y lo sigue. Desde hace casi un año repite esta ceremonia diariamente. Hoy la mañana es luminosa. Es un tiempo de primavera anticipada en un año que ha llovido poco. Será verdad, piensa, eso del cambio climático, el deshielo, la sequía, los temporales incontenibles que rompen con sus ventoleras la monotonía de un invierno que se repite sin novedades año tras año. Lo ve de perfil cuando toma la segunda bocacalle para dirigirse a la oficina como cada mañana durante todo un año.


No lo conoce personalmente, pero piensa que es un hombre afable, un buen padre de familia, severo y cariñoso en la educación de los hijos, creativo y solidario en el trabajo, ingenioso con los amigos cuando apura la última copa antes de volver a casa.

Debe tener la mirada profunda, piensa, el gesto sereno, la voz grave y bien modulada. A estas alturas, cada mañana se atreve a adivinar su vestuario, de calidad y buen gusto y muy poco variado. Alegre solo en el color de las corbatas, reincidente en los calcetines y los zapatos, elegante y monótono en el traje de vestir. Los fines de semana viste vaqueros y deportivas, jersey de cuello redondo llamativo que desdice de sus chaquetas oscuras y discretas.

Entendido en vinos, amante de las películas de cartelera, tertuliano ingenioso. En su día, piensa, debió ser un donjuán exitoso. Todavía hoy debe andar con secretos de alcoba, con secretaria de toda confianza, con dudas sobre su futuro profesional y su ideología política.

Hay algo enigmático en su porte que le perturba, algo atractivo en su caminar que lo desvela, algo mágico en el movimiento de sus manos cuando gesticula al hablar. Conoce todo su pasado. Sus amores enconados, sus alardes profesionales, su vacío existencial.

Le gusta seguirlo cuando cruza la ciudad porque le gusta andar para mantener el cuerpo a tono. Sería un lujo poder robar dos horas a la empresa para acudir al gimnasio. Cuando camina, observa los edificios, los árboles, los perros que mean en los árboles de todos, los perros que mean en los coches de cada uno. Odia a los perros urbanos. Compadece a los perros urbanos y maldice a sus dueños.

Como cada mañana, le gusta tomar café cortado antes de subir a la oficina. Mientras le atiende el camarero, abre una pequeña agenda de color beis. Es un listín telefónico. Todos son teléfonos de mujeres. Compañeras de curso de cuando estudiaba en la Universidad, compañeras de trabajo, vecinas, mujeres de amigos.

El hombre que lo observa desde la calle sabe que uno de esos teléfonos corresponde al móvil de su mujer. Cuando marca el número, el hombre que lo observa no sabe si se trata del teléfono de su mujer. Tampoco le preocupa. Él ha tomado una decisión.

Lo observa mientras sonríe. La conversación con esa mujer le ha cambiado el rostro. Una mueca de felicidad se dibuja en sus labios. Si lo tuviera al lado, podría escuchar la conversación del padre con la hija, que la recogería a la dos para ir a casa, que se cuidara, que la quiere mucho, muchísimo.

Paga el café, que apura de un sorbo. Y sale sin mirar a quien lo observa ahora tan cerca, camina sin percatarse de quien lo sigue a una distancia de tres metros. El hombre que lo sigue lo llama por su nombre, él se vuelve con toda naturalidad, muestra sorpresa porque no conoce a quien tiene delante.

Ve que saca la mano del bolsillo de la cazadora, la mano empuña un arma, le apunta a la sien y le dispara dos tiros. Cae como un saco lleno de legumbres. El hombre que lo observaba tomar café y que le ha disparado guarda el arma en la cazadora y sigue su camino.

El cielo se ha cubierto. Comienza a lloviznar. Ni esto es primavera ni esto es nada, piensa. Una mujer a quien no conoce lo ha visto todo, pero no sabe qué hacer. El cambio climático nos trae a todos como locos, dice ella.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 28 de febrero de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO