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HG Manuel | La fotografía (XIV)

“…la forma, que es mudable porque es eterna… y es frívola porque se mueve”

–Me dedico a trazar líneas –prosiguió la cantinela–, con brocha, con lápiz y con cualquier otra cosa que manche o tizne. Inciso –me paseó el índice por delante de la nariz–: cuando el ojo expele la mirada y esta acierta a caer sobre la línea como impura cagada de paloma, la línea queda sucia o difusa y cada cual la ve distinta, por eso se discute la verdad de su apariencia cuando limita, por ejemplo, el óvalo de un rostro, la sinuosidad de una oreja… sin entender que ese trazo ya pertenece a otra dimensión, personalísima, la del espíritu, vulgarmente llamada «arte». Bien –retiró el dedo, se frotó la pernera y quedó erguido, dispuesto a disertar ante la audiencia: yo–. Decía que trazar líneas es un trabajo inabarcable que alcanza lo ingrato. Dibujo la forma, que es mudable porque es eterna… y es frívola porque se mueve. También, era irremediable, me encandiló el cine y anduve distraído. En la transición, infinitamente graduada, entre dos planos –sobrepuso las manos–, el color admite no sin desprecio el despliegue del trazo y permite insinuarla, a ella: la forma. Yo trabajo, insisto, dale y dale y dale… Difundo sombra de tiempo en la luz, que así cobra sustancia y se inflama: define el contorno, toma relieve, se va despegando de la superficie. La figura se alza –elevó la mano, a modo de medusa, con los dedos hacia abajo–, se va levantando de ese lecho de muerte que es lo inmóvil. Y el proceso del milagro comienza: surge lo corpóreo, con un simple carboncillo, con una pizca de pigmento, con una gota de tinta… Pero entonces… en vez de salir, entro, y es un mar de las tristezas porque… porque mis penas se dan a navegar por el blanco ponto del papel o del lienzo en busca del terrible monstruo trifronte: Dimensión, así lo llaman los ciegos de mente, limitados al trompe l'oeil, un simple experimento que no excede a la insinuación. Las formas son espíritus, ondas que se mueven: seres intocables. Yo las adenso o las afino y entro al detalle y me acerco despacio, muy muy despacio, con suavísima cautela y delicadísima finura… –curvó la mano sobre la boca para secretearme–: son animalitos asustadicííísimos… cada vez más minucioso, más preciso, ni se le ocurra nunca decir «exacto» –me advirtió con el dedo–, y ya casi casi acaricio el borde, esa frontera que descubre la materia, la que consiste el ser, aún indefinida y poco a poco modelándose… Y, de pronto, ahí, ante mis ojos y ante mi alma o lo que ello sea, tras la última línea, comienza y asoma el reverso o amenaza del envés, que te exige dimensión, otra dimensión, y te impone distancia, otra distancia: lo profundo. Y el hálito, su encarnación, se ofrece en la figura, entonces se pierde, se aleja, se va hundiendo, y aunque lo sigo… o me caigo, quién lo sabe, no acierto a… no puedo… el lápiz, o el pincel, es… ese ánimo o soplo que entra en la criatura, se prefigura en Narciso enamorado que intenta despertar de la sima del trazo: su reflejo, porque abandona la superficie para ir renaciendo desde el abismo que lo guarda: fondo de la forma donde irradia y se debate para escapar de sí y del que la contempla. ¿Y si entras en la mancha, la simple mancha, me digo, y vas guiando el derrame de su impulso…? Nada, nada; es un juego infinito. ¿Se le podría llamar sinsentido poético?

–¡No! –respondí, bien fuerte y con mucha convicción.

«¡Qué cosas tiene el vermú!», me maravillé, aun sorprendido con mi reacción.

–Pues, no –se respondió él, a desprecio de mi ¡no!; al fin y al cabo, era una pregunta retórica–. Es doña Perfección, ¡esa barragana embustera, que te embeleca y no te suelta! –se iba encrespando–. Y le ayuda una criada siniestra –me informó, para advertencia–: ¡Inspiración! ¡Inspiración! ¡Que miente, miente, miente! ¡Te ata, te maniata! ¡Te encierra con tus cincos sentidos y con sus cinco aullidos! –alborotó, manos en alto.

Hubo chirrido de pata de madera, golpeo de cucharilla, temblor de taza con posos de café, y ¡Válgame!, ¡Imbécil! ¡Qué cojones! de ancianos redivivos en el fondo del local, que añadieron, por unanimidad: ¡El pelmazo de siempre! El camarero, ajeno al trastorno, se hurgaba en la oreja y escudriñaba la uña; soltaba un bostezo y repetía la operación.

Hernández, indiferente, se refregó un ojo con la palma de la mano como si quisiera despachurrarlo; luego, papó aire, hizo buchetes y, tras un pequeño respiro que le sosegó el ánimo, musitó, resignado:

––A quien diga que el arte es un placer lo llamo mentecato. El arte es una invasión del alma. A veces, catastrófica… Castilla y yo hablamos mucho del asunto este…

Un reflujo agrio le empujó los labios y le contrajo el rostro; pero no arrojó. Tosió, se sacó un pañuelo del bolsillo, lo desdobló con esmero y comenzó a frotarse la boca. Volvió a toser, y mientras se guardaba lo que ya era guiñapo ruló la mirada por lo mustio del café; la iba rotando sin parar en nada, hasta que la chocó conmigo. Un parpadeo, muy lento, y otro… Cobré vida: alguien lo escuchaba. En acto reflejo se le movió el bigote, húmedo de vermú y brilloso de aceite de anchoa: casi sonríe.

–Verá –tornó al monólogo–, no me tome por pesado, pero yo necesito… El mundo, ¿sabe?, se expresa en el reflejo. Somos apariencia: un capricho natural que explican las leyes de la física. De ahí mi enamoramiento del cine, bien temprano me lo embelleció mi abuela, excelentísima cinéfila, pero no lo aburriré con su historia, no tenemos suficiente confianza, lo digo por usted, por no incomodarlo, a mí no me importa largar y largar –lo sabía: era testigo, mudo testigo–. A usted, cuando hablamos por teléfono, le di el color de mi chamarreta, ¿verdad? Si lo callo, usted ni me encuentra en el bosque de colores, más todos sus matices, que nos rodea y nos agobia, y no me refiero a este recuelo de cafetería donde bostezamos los cuatro gatos viejos que aquí ve usted. Quizá piense que son excusas, falsas salidas del laberinto mental de un fracasado. Pues… como guste, lo de fracaso lo supone usted.

Se me quedó mirando, y puse cara de inocente: ¿de qué fracaso me hablaba?

HG MANUEL
FOTOGRAFÍA: JES JIMÉNEZ

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