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Antonio López Hidalgo | Regresando al mundo de antes

Si no fuera porque nos cubrimos parte del rostro con mascarilla, parecería que el mundo vuelve adonde estaba antes de la erupción del caos, donde se abría el apocalipsis con sus dudas y sus últimos adioses. Después del confinamiento, cuando volví al lugar de trabajo, la facultad me parecía el escenario de un asesinato múltiple: los bancos, sellados; los suelos, con indicaciones por dónde podías pisar y hacia dónde debías dirigirte; anuncios en las paredes y en las puertas con normas precisas y recetas para sobrevivir al laberinto reducido de un edificio en el que era más fácil morir desorientado por confusión que derrotado por la pandemia, como si fuese un capítulo más de Cien años de soledad adscrito a nuestra historia laboral. Nunca aquel espacio estuvo tan vacío, y de ese vacío siniestro surgía una voz profunda que se incrustaba adentro de cada uno, advirtiendo quizás de las derrotas y las catástrofes que la vida no pregona a priori.


Pero ahora, cuando volví con la presencialidad de los alumnos al cien por cien, y la vida volvía limpia como un manantial recién instalado entre las mismas paredes, de nuevo me sentí extraño en aquella realidad que ya casi había olvidado. Acostumbrados a una soledad obligada, el cuerpo, tal vez el alma también, se acostumbran a los rincones sin nadie, al silencio denso e incluso desapacible, pero que, día a día, se mete en los huesos y comienza ya a ser parte del mismo organismo. En cualquier caso, no cuesta demasiado esfuerzo habituarse de nuevo a la vida dejada atrás. Pero también es cierto que, en estos meses en que el bullicio y el alboroto dejaron de reinar en nuestras fiestas y en nuestras noches, nos fuimos habituando a un mundo en calma, a encontrar una serenidad hasta entonces diluida en el ruido del mundo.

Vuelves y sabes que lo haces adonde ayer eras feliz o donde, al menos, transcurrían los días de una existencia controlada y confortable. Hay lugares nunca elegidos, pero donde nos acomodamos como si los hubiéramos buscado en sueños. Ahora bajo al bar o al restaurante, y aquellos vecinos o clientes, que desaparecieron durante estos prolongados meses, regresan como si el tiempo se hubiera congelado y los hubiera devuelto al tiempo presente sin rasguños y sin morriñas. Están sentados tal cuales, como cuando las vacaciones fenecen y el otoño comienza a robar horas al día, y las noches se apresuran a cubrir los paréntesis que ya desechó el albedrío de las mañanas felices.

Miro a mi alrededor y encuentro los momentos de antes, si bien trastocados por una nostalgia malsana que diluyo con chupitos de whisky y lecturas nuevas y desconcertantes, intentando entender quizás que este mundo que tengo delante de mí es una fotocopia de aquel otro que nos incautaron cuando la vida era tan frágil como una pompa de agua de jabón. Y tan efímera y estática como los ojos que miran a ninguna parte. Sé que hemos vuelto. Pero adónde. Acaso la soledad donde nos escondimos, fabricada a nuestra medida, ahora nos la quieren expropiar, como si fuese patrimonio inventariable. Saben de esta soledad como si fuera un bien mueble, sin que nosotros hayamos publicado la razón de su naturaleza o la permeabilidad de su consistencia o la fragilidad de este arrojo. Ahora nos demandan que paguemos el IBI correspondiente o bien abandonemos la zona de confort, porque afuera nos espera el teatro de la vida con su cerrado programa de varietés distendidas, que nos harán olvidar sin dolor los días que vivimos solos con nosotros mismos.

Juan Sebastián Bach –el escritor, no el músico– escribió esta frase desquiciada: “Sacadme de este mundo. No es el mío.” Nosotros no podríamos gritar lo mismo, porque el mundo sigue estando ahí. Con sus cortapisas, sí. Pero está. Acaso nosotros somos quienes hayamos cambiado, y el entorno nos viene ancho o estrecho, acomodaticio o cambiante, largo como el invierno o bien embriagador como el estío. Andamos buscándonos en los bolsillos en el ADN, el DNI, el pasaporte, las facturas olvidadas, las desveladas fotos, la frase que alguien susurraba cuando estaba al lado y que ya no está. Este mundo es como aquel, queremos pensar, pero no es el mismo. O lo es. Pero qué hacemos ahora con nosotros, naufragando entre dos vidas apenas vividas ni reconocibles, mirando hacia una cuando la otra se desdibuja inevitablemente en una memoria desorientada, o buscando desentrañar la segunda cuando la primera empuja con entusiasmo hacia un destino incierto y apetecible, como todo aquello que seduce por ser precisamente incierto, por abrir la duda acorazada del infortunio pasado.

Yo me quedo aquí, observando el vuelo desvariado de los pájaros, buscando la sombra del mismo árbol, intuyendo que el curso del río no detiene su caudal en cualquier orilla, sino que busca invariablemente el mar, sabiendo que no importa quién llama a la puerta cuando la soledad se amansa y necesita de otros brazos. A veces, bajo los ojos al libro que leo o que escribo y advierto, son cierto desasosiego y no menos inquietud, que ahí está metido el otro yo que ahora me andaba buscando.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO