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Antonio López Hidalgo | El olvido

A ella le diagnosticaron alzhéimer hace un lustro. Ahora los dos tienen muchos años. Toda una vida juntos, suele decir él. El párroco del pueblo les dijo aquello de unidos en el amor y en la enfermedad, y hasta que la muerte los separe. Pero no dijo nada del olvido. Él no puede entender. Hasta que el olvido los ha separado.


Él empezó a saber, ahora no recuerda cómo, que algo no andaba bien dentro de ella. A veces, la nostalgia de los años vividos le llevaba a compartir los recuerdos más íntimos. Ella se quedaba quieta, callada, escuchándole, como si en sus palabras recordara su propia vida, la vida compartida entre ambos. Él se daba cuenta de que algo no estaba en su sitio dentro de su cabeza. Ella, a veces, sonreía. Otras, le miraba con gesto ausente, como si no supiera quién era aquel hombre que le hablaba con tanta amabilidad.

En poco tiempo, comenzó a ser otra persona sin dejar de ser ella misma. Bailaba o cantaba. Lo hacía como si hubiese nacido para ejercitar la danza o el cante sin ningún tipo de aprendizaje. A él, sin embargo, esta trasmutación le hizo caer en la cuenta de que ella nunca quiso bailar y nunca cantó, ni en el cuarto de baño.

Quiso entender, aunque nadie se lo explicara, que había vivido toda la vida con una mujer a quien no conocía, como si el alma humana tuviera la facultad de duplicarse o de vivir en otro cuerpo que no fuera el suyo. Toda la vida juntos y, al final, comenzó a sentirse solo, habitado por una sensación incógnita que no lograba apaciguar en los sueños.

Cuando se miraban muy a fondo, él comprobaba que ella no lo veía, que andaba en otro lugar que no era el de toda la vida. A veces, le insinuaba cómo era aquel paisaje de su juventud, o le recordaba las tardes de lluvia en San Sebastián en un verano nada apacible. Le hablaba de tantos días compartidos, que ella alcanzaba a entender que aquel hombre que tenía ante sí sufría de lleno cualquier mal para ella indescifrable.

A veces, le cogía las manos con las dos suyas, y así las mantenía durante unos minutos, hasta que ella desataba aquel nudo intimista e innecesario. Poco a poco se le fue agriando el carácter. Y solo cuando miraba a la ventana y le definía el horizonte como si escribiera una raya en el aire, ella se le quedaba mirando muy fijo, como si adivinara a descifrar los enigmas de su corazón.

Él logró habituarse a esa nueva vida en soledad con la mujer que tanto había amado. Se hizo a las nuevas rutinas, a ordenar la casa, hacer la comida, salir a comprar, a pasear con ella del brazo por los caminos más vacíos, por íntimos, de la ciudad. Ella observaba el mundo como si lo descubriera por primera vez. Miraba la copa de los árboles, el vuelo irregular de los pájaros. Escuchaba el gorgotear del agua en la fuente.

Después volvía con una sonrisa quieta en los labios y se malhumoraba nada más cruzar la puerta de la casa. Ella llevaba más de un lustro con la memoria hecha añicos cuando él empezó a entrar en la antesala de la misma enfermedad. Era consciente de que olvidaba cosas y tenía que esforzarse por reconducir la memoria a los hábitos cotidianos con una disciplina férrea que nadie le había enseñado.

Cada día se levantaba con el miedo de no reconocerse en el espejo. Cuando al fin lo lograba, quería esbozar una leve sonrisa de felicidad, pero no le salía. Se miraba los ojos, y sabía que allí adentro todo andaba más desordenado cada mañana. Después aseaba a su mujer y se ponía frente a ella sentados a la mesa para desayunar una leche tibia con poco café.

Las mañanas se hacían ya estrechas y monótonas. Él iba de un cuarto a otro buscando cualquier objeto o cualquier excusa para no quedarse hierático frente a ella, rebobinando el rollo de la memoria como si así avivara los recuerdos.

Un día, mirándola fijamente, como hacía siempre, se apercibió por unos instantes de que no sabía quién era aquella mujer. Fue tal vez solo unos segundos, pero un miedo hondo le anidó en la cabeza, una nube gris en la que la vida de ayer era una pausa, un paso de cebra, un paréntesis en mitad de ninguna parte. La volvió a mirar con la misma ternura de la juventud, con el mismo deseo de cuando la conoció muchos años atrás.

Ahora estaba vieja, arrugada, andaba torpemente, como él, pero la mirada seguía siendo la misma de entonces, aunque ahora él sabía que estaba vacía y, donde antes el amor era poderoso y enigmático, ahora el olvido achicaba los chubascos de una memoria que se resistía a residir en otro tiempo que no entendía ni pretendía descifrar.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
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