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Rafael Soto | Pablos, Pablitos, Pabletes

Como buen democratacristiano, Pablo Casado es un hombre temeroso de Dios. Quizá, por eso, asediado por un pasado que, en el fondo, sabe presente, tiene muy en cuenta las palabras de San Pablo a los corintios: “Que cada cual se fije bien de qué manera construye [...] Si la obra construida sobre el fundamento resiste la prueba, el que la hizo recibirá la recompensa; si la obra es consumida, se perderá. Sin embargo, su autor se salvará, como quien se libra del fuego”.


Quizá sea esta la razón por la que este Pablo, Pablito, Pablete ha decidido que conviene abandonar aquella pecaminosa construcción de la calle Génova para buscar una nueva donde culminar su obra. Una, grande y limpia de las pezuñas de la corrupción. Y, en el fondo, puede que hasta se crea que, con eso, “el autor se salvará” del azote de Vox y de la abstención.

Pongo muy en duda que el personal olvide casi dos décadas de corrupción con un cambio de sede. Casi tanto como la pretensión de conseguirlo con un equipo que cuenta con las bendiciones del antiguo Sumo Pontífice, José María Aznar, y sus gerifaltes.

Quizá, Soraya Sáenz de Santamaría, más limpia y pura en cuanto a corrupción se refiere, podría haberlo conseguido. Fue la más apreciada por los simpatizantes en las primarias de su partido y, dicho sea de paso, por aquellos que querían lo mejor del marianismo sin lo peor de Rajoy. Ella fue la mujer que dio la cara por el Gobierno del tijeretazo, y los afiliados lo sabían.

Sin embargo, Sáenz de Santamaría no fue del gusto de los viejos gerifaltes, con los que pretendía romper para limpiar el partido. Y se fue de la política, en un gesto que demostró su superior inteligencia con respecto a sus rivales. Ella no fue una política profesional, y se fue con la cabeza alta –o tan alta como lo podía hacer un miembro de un Gobierno caído en Cortes por la corrupción de su partido–.

No me extiendo mucho más en esta cuestión, pues creo que poco queda ya por decir de un partido demasiado comprometido por su pasado. Para ser sinceros, no me gusta hablar del Partido Popular en exceso, porque poca novedad y poca denuncia se puede hacer ya de un partido que hace tiempo que olvidó lo que es la vergüenza. Ya no queda nada por decir que no se haya dicho ya.

Vamos ahora con un tocayo del buen Pablo. Y es que nuestro buen Pablo Iglesias no podía tener un nombre más religioso. Y, las cosas como son, tampoco desentonarían en su boca las palabras más duras de San Pablo a los filipenses: “¡Cuídense de los perros, de los malos obreros y de los falsos circuncisos!”.

Y es que este Pablo, Pablito, Pablete siempre ha tenido un punto de puritanismo difícil de digerir. Quizá, por eso, necesite hablar del Gobierno al que pertenece como algo ajeno, pecaminoso y detestable.

Es difícil conciliar la ortodoxia con el día a día, y la política no da facilidades a la moralidad. Él lo sabe bien, pues es fiel seguidor de la saga de Juego de Tronos. Ned Stark perdió la cabeza por seguir sus principios, y los mártires molan y se exaltan cuando su Documento Nacional de Identidad no se corresponde con el tuyo.

El líder de Unidas Podemos afirma que España vive un déficit democrático. Es cierto. La censura, la autocensura y la postcensura son realidades irrebatibles; la Justicia española está comprometida; la prensa tradicional y no tan tradicional ha perdido su credibilidad –lo que está justificando a su vez la censura–; todos los viejos partidos tienen conexiones con sus pasados corruptos –en mayor o menor medida–; el Código Penal está anticuado y otras muchas situaciones que requieren un enérgico ejercicio de limpieza.

La situación de la democracia española es peor que la que teníamos en 2011, cuando Pablo fue iluminado por el movimiento 15M, del que se acabaría adueñando. Si bien, ¿acaso no ha contribuido él mismo a empeorar esa calidad democrática con leyes de censura, persecuciones que ahora sufre en carne propia y ortodoxias que ahora le obligan a hablar de su Gobierno en tercera persona? ¿Acaso no ha denunciado, perseguido y expulsado él mismo a errejonistas, teresistas y a otros elementos díscolos de su partido, apuntando con el dedo a los “malos obreros”?

¡Ay! Perseguido se siente Pablo Hasél, un rapero que no conocían ni en su casa y que ahora ha ganado notoriedad internacional. Como ya he señalado, el Código Penal está anticuado, y las penas a este individuo son un buen ejemplo.

Nadie debería ser condenado por la vía penal por una letra, pues hay otros mecanismos de castigo menos lesivos. Ni por una letra que atente contra la Corona, ni por una letra neonazi; ni por una letra que defienda el terrorismo, ni por una que describa una violación; ni por una letra que defienda el supremacismo catalán, ni por una que defienda los beneficios de los coches bomba. 

Hay libertades que son casi sagradas en democracia. Tres de ellas están amenazadas a día de hoy: la libertad de información, la libertad de creación artística y la libertad de expresión. La corrección política nos acerca más a las antorchas que a la iluminación.

Pablo, Pablito, Pablete Hasél me parece un individuo cobarde y repugnante. Cobarde por esconderse en una universidad tras haber ladrado como el peor de los supremacistas catalanes, en la búsqueda de un relato épico cercano al martirio donde solo hay letrina. Repugnante por su enaltecimiento del terrorismo y su agresión a un profesional de la información –por el que fue condenado, con justicia, a seis meses de prisión–, entre otras bendiciones que ha ido repartiendo. Y dicho esto, insisto, nadie debería ser condenado por la vía penal por una letra.

Me he planteado si asociarle una cita bíblica, como en los dos casos anteriores, pero no deseo faltar el respeto a mis lectores más religiosos asociando a este personaje con San Pablo. La desproporcionalidad de su pena no lo hace menos despreciable.

Me preocupa seriamente que la extrema izquierda y algún confundido hayan asumido la causa de este criminal como suya. Del mismo modo, me preocupa que se equiparen la absurda pena por injurias a la Corona con el de enaltecimiento del terrorismo, o que las agresiones a periodistas sean obviadas con tanto descaro. Pero los extremistas necesitan mártires, y Pablo Hasél ha tenido el buen criterio de no irse de cerveceo a Bélgica. ¿Alcanzará la santidad?

Pablos, Pablitos, Pabletes que nos traen de cabeza. Quizá otro día hablemos de Pedro y Santiago. Uno se afana en conservar las llaves del paraíso como Gollum el anillo único, convencido de ser un personaje de House of Cards y un Kennedy con salero. El otro lidera a otros puritanos del mismo pelaje que los de Iglesias, pero con toques medievales, con la extraña costumbre de arengar a su líder al grito de “¡Santiago y cierra, España!”.

En paz descanse doña Inés, que de los muertos en política no es menester hablar. Prestemos atención, pues todavía se puede escuchar su voz entre los fríos mármoles del Congreso. Puede que el Senado sea una tumba de elefantes, pero el Congreso cuenta todavía con algún fantasma –y no, no estamos hablando de ese rufián de san Gabriel, anunciador de la buena nueva supremacista–.

¡Ay, España nuestra! Divina, humana y heroica. España diversa, empequeñecida y esclava de tus pasiones. ¿Alguna vez llegará a ti la sensatez de la república de todos? Mejor dicho, ¿algún día conocerás la sensatez?

Haereticus dixit.

RAFAEL SOTO