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Antonio López Hidalgo | Leer en tiempos de pandemia

La pandemia nos ha devuelto al mundo de la lectura. O bien nos ha iniciado en ella. Depende de donde anduviera cada cual, obviamente. Fuera del paraíso del que nos expulsaron y donde hacíamos nuestra vida cotidiana, el mundo se nos antojaba demasiado ancho y desapacible. Así que era lógico que nos recogiéramos en un espacio más estrecho y acogedor como las páginas de un libro.


Las estadísticas vienen a contrariar cualquier pronóstico. Las pérdidas previstas al inicio del confinamiento superaban el 40 por ciento. Aparentemente, la realidad mostraba una foto abrumadora: librerías cerradas durante tres meses, adiós al Día del Libro, a Sant Jordi, a la Feria del Retiro y a todas las demás ferias. El mundo era un libro cerrado.

Aburridos de nuestra vida y encerrados en varios metros cuadrados, el libro se nos apareció de golpe como una lluvia abundante cruzando del desierto. No solo fuimos capaces de abrir un libro y sobrevivir a la lectura de las primeras páginas, sino que, frente a los 47 minutos de media de la antigua normalidad, durante el confinamiento dedicamos a la lectura 71 minutos diarios. Es decir, la media semanal alcanzó las ocho horas y 20 minutos. Y hasta aquí, eso sí, sin desfallecer ni enfermar.

Se supone, por supuesto, que esos 71 minutos estarían divididos en franjas de varios minutos a lo largo y ancho de la mañana y la noche. Un día, lo sabíamos antes también, da para mucho si mucho se aprovecha. Ojalá la vuelta a la libertad callejera y la felicidad desenfrenada no nos aleje de esa otra intimidad recuperada con nosotros mismos y con nuestro alter ego.

Después de todo, la lectura no solo nos lleva a reconocernos en nosotros mismos, o en aquellos otros que nunca fuimos o seremos, sino también en tantos personajes reales o ficticios que conocimos y reconocemos en los buenos libros.

Al respecto, Irene Vallejo, que tanto sabe y ha escrito de escritura y de lectura, en un opúsculo tan bello como breve, Manifiesto por la lectura, nos advierte: “El hábito de leer no nos hace necesariamente mejores personas, pero nos enseña a observar con el ojo de la mente la amplitud del mundo y la enorme variedad de situaciones y seres que lo pueblan. Nuestras ideas se vuelven más ágiles y nuestra imaginación, más iluminadora. Al asomarnos a la madriguera de un relato, escapamos de nosotros y nos proyectamos en los personajes de un país inventado”.

Lo que ya no nos atrevemos a intuir o saber es si ese mundo inventado, o no, lo seguirá siendo en nuestra imaginación y en nuestra memoria. Allá adentro, tal vez, sin nuestro consentimiento, las historias leídas adoptan la apariencia de guiones reales y propios. Es decir, no solo vestimos a sus personajes de una epidermis tangible, también los hacemos nuestros, adoptamos sus vidas falsas con un sometimiento aparentemente inútil.

Pero no, en el fondo, solo queremos indagar en un mundo nuevo porque el otro, ese que sí es auténtico, se muestra evanescente, vacío, sin esquinas en las que guarecernos. Mirábamos hacia afuera y solo había un vacío que no nos consolaba.

Era entonces cuando devolvíamos la mirada a las páginas de ese libro olvidado durante tanto tiempo y que ahora se nos mostraba no solo como un salvavidas o una guarida, sino como la única opción en un futuro deshecho o contrahecho. En cualquier caso, tan abstracto y evanescente que se perdía en la propia mirada.

La pandemia ha dejado otros dos datos dignos de mención. De una parte, la lectura digital creció en diez puntos. Por otro, la brecha de género volvía a coger carrerilla: el 66 por ciento de las mujeres se reconocieron lectoras, frente al 48 por ciento de hombres. Pero la lectura puede traer consigo también la reconciliación con el olvido.

Irene Vallejo escribe también: “Pero leer no solo nos enseña a superar desniveles y reparar ruina, es también gimnasia que vela por nuestra salud”. Y añade: “Los neurólogos están descubriendo que se cuenta entre los mejores ejercicios posibles para mantener ágil el cerebro”.

Es decir, que posiblemente pueda ayudar también a contener el alzhéimer, a desviarlo por otros aluviones menos escurridizos y más maleables, menos subterráneos y oscuros. O sea, ayudar a vencer una enfermedad tan nueva y antigua como la pérdida de memoria se podría paliar -en parte, sospecho- recluyéndonos en el laberinto inventado de una historia o en la ingeniería argumentativa de terracota que es un ensayo.

En cualquier caso, siempre aliviará los momentos asediados e interminables a los que nos sometió el confinamiento y los que más a menudo nos muestra la propia vida. Tal vez ahora, con un libro en las manos, sepamos mejor que nunca que se puede vivir varias vidas en una sola si sabemos destripar con ensañamiento y vehemencia los renglones torcidos y ensordecedores de la imaginación a la que nos somete la lectura, ya sea en un libro impreso o digital.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO