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Antonio López Hidalgo | Versos para una inmersión periodística

No siempre acierto a entender por qué leo un libro, por qué me deslumbra otro, qué encontré en aquel que me sedujo hasta la extenuación y qué me lleva a detestar algún otro aún cuando los mortales le han concedido la inmortalidad cum laude. Ciertamente leo algunos libros porque su fatalidad es inevitable en este mundo de la curiosidad por ostentar una biblioteca de cierto prestigio sin que en sus anaqueles figuren autores reconocidos.


Me adentro en otros universos porque amigos a quienes admiro me los recomiendan. Pero con otros, sencillamente me da por ahí. Tengo la facultad insobornable de sentirme atraído por algunos libros de los que no sé nada, ni conozco a su autor ni me gusta su edición descuidada.

En ocasiones, hojeo el volumen y me atrapa una frase. Otras, buceo en la biografía del autor y descubro una vida condenada o ejemplar. Pero de otros no sé qué me sedujo a meterme entre sus páginas y excavar en un mundo hasta entonces inimaginable para mí.

A veces, los compro y al llegar a casa los abandono entre otros hasta que un día cualquiera, sin saber exactamente por qué, me vuelvo a encontrar con ellos y los destripo hasta la saciedad. En ocasiones, comienzo a leerlo al salir de la librería, en la calle, dentro del coche y, al llegar a casa, me retrepo en el sillón relax y me abandono a su lectura hasta que la noche me acoge con un cansancio joven que reclamaba.

Algo de esto me ocurrió con Un gran ser, de C. D. Wright. Un libro enigmático y magnético que dejé olvidado en alguna estantería esperando el día en que lo pudiera descifrar en toda su complejidad. Desde hace tiempo, destaca Dave Eggers, Wright ha estado escribiendo la mejor poesía-hecha-prosa de la literatura norteamericana. 

Es contundente en su aseveración: “Un gran ser hace a los complejos carcelarios industriales contemporáneos lo que James Agee hizo a la pobreza: reacciona apasionada y líricamente (e idiosincráticamente) a una abominación sociopolítica. Este libro, muy irritado y apenado y desconcertado, tiene humor, constante levedad y franqueza e incontables momentos de increíble belleza”. 

¿Poesía documental o de inmersión? ¿Un libro que aúna técnicas de la poesía y del periodismo? Durante años me dediqué a estudiar el periodismo de inmersión en sus distintas modalidades, a veces en solitario y, otras, a cuatro manos junto a la profesora Ángeles Fernández Barrero. 

Me sumergí en las crónicas de John Reed y de Manuel Chaves Nogales. Me encerré en las paredes ensordecedoras descritas por Nelli Bly en Diez días en un manicomio, calificado como una de las diez mejores primicias de la historia del periodismo. O en el periodismo también encubierto de Günter Wallraff, de Lydia Cacho o de Andrés Felipe Solano. 

En el periodismo gonzo de Hunter S. Thompson descrito en Los Ángeles del Infierno. En las crónicas autobiográficas de Carlos Velázquez dibujadas en El karma de vivir al Norte, en Llamada perdida o Sexografías de Gabriela Wiener o en A la puta calle de Cristina Fallarás. En el periodismo border de Emilio Fernández Cicco descrito en Yo fui un porno star y otras crónicas de lujuria y demencia

En el periodismo cash acuñado por Juan Pablo Meneses en Niños futbolistas o en La vida de una vaca. En el periodismo que utiliza como herramienta las redes para su inmersión o en aquel otro que se desarrolla en las propias redes como lo hizo la periodista francesa Anna Erelle en su libro En la piel de una yihadista. Una joven occidental en el corazón del Estado Islámico

En todas y cada una de estas modalidades de inmersión, el periodista no quiere que las fuentes le cuenten la noticia. O quiere no solo eso. Sino que también busca vivir la historia en primera persona. Vivirla y sufrirla. Y derramar ese dolor en las descripciones de su prosa, en la que el yo es imprescindible. 

Las nuevas tecnologías, como el video de 360º, indagan en estos momentos cómo el ciudadano puede sumergirse en el corazón de estos acontecimientos para sentir ese dolor o ese compromiso como si fuera el propio periodista. Hasta ahí, sin problema. Solamente que un día, husmeando tomos en una librería me topé con un libro que contenía a la vez y aunaba poesía y periodismo de inmersión. Pero, ¿eso era posible?

Era el libro de Wright, una escritora prácticamente desconocida en nuestro país. Hija de un juez de equidad y una reportera judicial, había nacido en Mountain Home en 1949 y falleció repentinamente en 2016. Publicó una docena de libros, escribió sobre los problemas entre razas, el encarcelamiento y las vidas de los olvidados. 

Ayudó a definir y a indagar en las posibilidades de una poética documental, en las técnicas de poesía-reportaje. En 2013 fue elegida canciller de la Academia de Poetas Norteamericanos. Sobre este collage multivocal que es Un gran ser, Martin Earl ha escrito:

“Es como si hubiera ido a esos lugares y hubiera dicho ‘Tomen, usen mi voz, háganla suya y cuenten su historia’. Su poema-libro, al adoptar, en parte, un enfoque documental, al mantener algo de la distancia periodística del reportaje clásico, mientras consigue mantenerlo totalmente poroso –casi al punto del borrado del autor– nos da la imagen profunda, la historia eterna. 

No puedo pensar en otro poema en la literatura norteamericana reciente que combine una estructura épica con una mirada tan íntima sobre su objeto, o quizás debería decir sobre el lenguaje de sus objetos, norteamericanos encarcelados. El proyecto de Wright es documental. Uno siente que hay hechos duros detrás de cada verso. En este sentido, ella ha encontrado un nuevo uso para la poesía”. 

Ese nuevo uso consiste en hibridar la poética del verso con las herramientas del periodismo de inmersión. Miradas de poeta y de periodista que no se confunden, porque son la misma mirada. La poeta-periodista arranca el libro con esta frase: “Conduciendo por esta parte de Louisiana puedes pasar por cuatro cárceles en menos de una hora. ‘El espíritu de cada época’, escribe Eric Schlosser, ‘se manifiesta en sus obras públicas’. Así que esto es lo que somos, los carceleros, los encarcelados. Este es el espíritu de nuestra época”. 

De estas cuatro, la autora visitó tres cárceles para documentarse. Después añade: “¿No vas a volver, cierto?’, me preguntó el recluso que me dijo que quería ser un éxito”. El país de las libertades, como escribió Marta Sanz, sobresale por tener el mayor número de población reclusa despersonalizada. Como recuerda, Wricht describe objetos, recopila voces en distintas situaciones, como un interrogatorio, no edulcora la injusticia contra negros y pobres en un país en el que “la violencia es tan norteamericana como el pastel de manzana”. 

A veces, como la periodista bielorrusa Svetlana Alexievich, que obtuvo el Premio Nobel por su obra periodística, deja las voces de los presos solas, abandonadas, descontextualizadas, para que se muevan por sí mismas, construyendo una obra coral única. Hablan los presos. 

Algunas frases inevitables: “Es un gran día para morir, un gran día para dejar el cuerpo, le dijo/ a la prensa antes de su ejecución en Pascua”; “Cuando me vaya, quiero mis labios cocidos, nada de esa basura de fresado y goma no dura”; “Y quémenme/ no quiero más bienes raíces”; “¿Quién quiere ser millonario en el carcelario?”; “Beber agua con una herida en el estómago es fatal”; “La apuñaló, la joven madre, 23 años, se llevó su anillo de matrimonio/ Cómo puede confesarse eso”; “Yo, yo soy católico, así que nací culpable”; “Este es el tatuaje que dice Utopía/ No, este es el tatuaje que dice Los Hombres de Verdad Comen Coño”. O: “Sí, hay una mujer en el corredor/ Recuerda/ se cargó a su pareja/ Y no recuerdo a quién más/ Cuando camina/ el patio se vacía”.

También encontrará el lector descripciones y pensamientos de la autora que describen su mirada: “No hay condones para el corazón”; “La violencia, proclamó H. Rap Brown, es tan norteamericana como el pastel de manzana”; “El Sr. Redwinw es el fabricante de ataúdes; Granshopper su aprendiz fabricó una réplica de Old Sparky para el museo de la cárcel”; “DEBIDO A ROBO:/ Todos los títulos sobre Crímenes verdaderos y Estudios negros/ Están almacenados en repisas cerradas”; “Las unidades de hombres tienen nombres de animales y árboles”; “Las unidades de mujeres tienen nombres de signos del zodíaco”; “Este es un rebaño de tristezas, de pecados inoriginales, una letanía de obscenidades. Esto es un supurar de preguntas odiosas. Tu único espejo es uno de acero inoxidable. La imagen que ofrece no te dirá si sigues siendo joven o incluso real”; “Nadie va a reclamar tus restos ni tus fútiles pertenencias: plato para el jabón, vaselina, peine, libro de bolsillo. Todo lo que posees es tu alma cuyo molde ya has deformado”; “Cuenta los días de verano por delante/ Cuenta los años que terminaste en la escuela/ Cuenta los trabajos para los que no calificas/ Cuenta los pitillos que te quedan/ Cuenta los amigos que tienes adentro/ Cuenta a los que ya han caído”; “Difícil mirar a la mujer/ mucho menos fotografiar/ y no preguntar/ sobre la cicatriz que va de una oreja/ al pecho opuesto/ cuyos bebés murieron por inhalar humo”; “Querido Fugitivo,/ Nadie le ha ganado a los perros por el momento”. O uno de sus versos últimos escritos en mayúsculas: “NADIE NINGUNO ES MALO PARA SIEMPRE”.

Entró en las tres cárceles con su amiga la fotógrafa Deborah Luster para dejar testimonio de esa ausencia de libertad, de ese delito condenado y aislado entre rejas. Su libro es una denuncia del sistema carcelario en Estados Unidos. Tantos presos, demasiados presos, en el país de las libertades. 

Es un libro arriesgado, diferente, único. Se oyen las voces sin respuesta de los presos por los pasillos eternos de las cárceles. La voz de Wright llorando aquello que no entiende. ¿Cuándo habla la poeta, cuándo la periodista? Tal vez estemos confundidos. Solo hay una voz: la denuncia, el sopor de una noche eterna, vivir para siempre masticando la contundencia del error, de la sentencia, de las paredes que se mueven y estrechan entre posibilidades inmóviles. 

Hay un tono documental, hay humor –a su manera–. El humor siempre es muy personal. Escribe Pilar Fraile Amador que el lector tiene la impresión de estar dentro de una de esas cárceles: calor excesivo, murmullo de delirios, los sueños rotos de los presos. Pero también, advierte, el lector se sentirá acompañado de la mirada piadosa, inteligente, de la autora que “en ningún momento trata de ocultarse”.

Claro, la poeta y periodista sabe que en toda inmersión hay que dejar el rastro del testigo, la huella de otro delito que el sistema no perdona: la denuncia de la verdad, la confirmación de esa soledad sólida que mata tanto a inocentes como a culpables. Y mejor si eres negro o pobre. El odio quedó afuera: no hay lugar aquí adentro. Ya somos muchos, demasiados, en el país de las libertades.

Carolyne D. Wright dejó escrita esta frase al comienzo del libro: “El único epitafio en el cementerio de Point Outlook, Angola. Puesto en libertad de la cárcel, Charles H. Hawell murió en enero de mil novecientos treinta y cuatro con treinta y cuatro años de edad y, como dejó estipulado en su testamento, fue llevado otra vez dentro para el entierro”.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
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