Ir al contenido principal

Antonio López Hidalgo | Doce uvas maceradas en aguardiente

El ser humano divide la vida y la historia en estadios o ciclos para no extraviarse en el mundo y en su propia biografía, o bien para entender y clasificar todo ese otro tiempo que le sobra y que tampoco alcanzará a vivir ni a entender. Ese tiempo que se prolonga por delante y por detrás. Por delante, hacia un futuro indefinido e infinito. Y por detrás, donde anidan la memoria y el olvido.  


El ser humano divide la vida en periodos. Un período –precisan los diccionarios– es el tiempo necesario para que un ciclo completo de vibración pase en un punto dado. A medida que la frecuencia de una onda aumenta, el período de tiempo de la onda disminuye.

La unidad para el período de tiempo es el segundo. Y a partir de ahí se puede concebir el minuto, la hora, el día con su noche, la semana y el mes, el año y la década, la centuria o siglo, la época, ese periodo en la historia de una civilización o de una sociedad a la que se hace referencia aludiendo a un hecho histórico, o la era, punto de partida de una determinada cronología.

El hombre mide el tiempo por estados, diferenciados unos de otros, según su extensión y cuanto en ellos ocurra, por los que pasan una cosa o una persona que cambia o se desarrolla. Pero también es el aspecto que muestra la Luna o un planeta según los ilumina el Sol.

El tiempo –se sabe– no existe, pero el hombre lo creó para descifrar su destino en la tierra y en el más allá. El reloj, con sus horas, es un artefacto que nos distancia del tiempo pretérito y del futuro, y que por norma nos deslumbra y enceguece en el barrizal de cada día que es el presente.

Visto así, se puede entender, y se entiende, que el ser humano busque otra fecha como el náufrago que confía en la brújula para que lo conduzca a un paraíso inabarcable y tal vez inexistente. De tal modo que una fecha –2021–, que haga nacer otro periodo de vida, no es solo dejar atrás un año, sino entrar, aunque sea por la puerta de atrás, en otro mundo posible.

Empeñados, como estamos, en construir un último ataúd con una sola víctima, el coronavirus, y enterrarlo para siempre, en un estadio de olvido cuyo ciclo se cerró para siempre, no hay mejor opción que deconstruir estos días descontados al abismo para no volver a caer encerrados en la misma ignominia.

El título es un halo de esperanza: “La vacuna de Pfizer llega a España”. Recorre el país como otra frase chisporroteante que edulcoró nuestra infancia: la chisa de la vida. Que Coca-Cola perdone la descontextualización de su eslogan con el que salivábamos una sed hasta entonces desconocida y que su refresco nos mostró como el mejor adictivo ya irreconciliable con el pasado y más hermanado con nuestra diabetes en ciernes.

Un refresco, por cierto, incompleto que en nuestra adolescencia y juventud complementamos con ginebra y, mucho después, con ron y whisky. La chispa de la vida en nuestros días viene en forma de pinchazo, pero se sabe que mata la sed de ansiedad, el desvarío de los días contados como si fuésemos carcelarios o estuviéramos encarcelados –de hecho, lo estábamos– en nuestras propias vidas.

Los periodistas que otrora se sentaban en el Congreso de los Diputados, bloc de notas en mano, o apostaban en las puertas de los juzgados y denunciaban los excesos de un rey que abandonó su propio reino sin decir adiós, ahora graban atónitos a las primeras personas que reciben la vacuna contra la covid-19.

La primera en alcanzar el objetivo se llama Araceli Rosario Hidalgo, una anciana nacida en 1924 en Guadix, interna de la residencia de mayores Los Olmos de Guadalajara. Decía esta anciana, que sobrevivió a un año tragedias, que estaba nerviosa. No se sabe bien si por el miedo al pinchazo, por las cámaras de televisión o por la simbología de ser la primera en algo en su vida. Por si acaso, se santiguó y luego dio gracias a dios. Dice que no sintió nada, solo “un poquito de picor”, el mismo que el carbónico que chisporroteaba en nuestras gargantas de nuestra niñez, como si fuese, como ahora, la chispa de la vida.

Hechos todos los protocolos, nos disponemos ya a cerrar un año de graves recuerdos, de malas vivencias, de un dolor agrio que, sin lugar a dudas, dejó sus secuelas, pero al mismo tiempo unas ganas inmensas de vivir, de retorcerle el cuello a los nefastos augurios que se disponían a cambiarnos la vida para siempre. A la bioquímica húngara Katalin Karikó debemos los primeros pasos que conducen a la felicidad. Durante 40 años trabajó a la sombra desarrollando avances clave para las inyecciones de Moderna y BioNTech.

Los fundadores de su rival, Moderna, creen que esta mujer de sonrisa placentera merece el Nobel. Nuño Domínguez ha escrito de ella que nació en una pequeña ciudad húngara y creció en una casa de adobe sin agua corriente ni electricidad y que hoy es una de las científicas más influyentes del planeta. Karikó nos ha regalado una de las frases más bellas que se han publicado desde hace muchos meses: “En verano probablemente podremos volver a la vida normal”.

Poco engreídos y nada empingorotados, nos costaba ver una salida plausible, nos costaba creer que la investigación científica, desordenada en su complejidad de siglos, de golpe diera una vuelta de tuerca a su pasado escurridizo y nos mostrara como un milagro una vacuna eficaz en tan corto plazo de tiempo.

En un país como el nuestro, en el que nunca dimos a la investigación el papel trascendente que siempre hubo de tener, estos nuevos descubrimientos nos han mostrado sin tachaduras el perfil tan bajo y ruin de muchos políticos, cansados de manosear un manual de primeras necesidades ya caducado, e inútiles ante nuevos tiempos que precisan de mentes sabias, de actitudes invencibles y solidarias, y de corazones generosos y dúctiles.

Este año, cuando suenen en el reloj las doce campanadas que anuncian el fin de año, me tomaré, una a una, contándolas, como quien descifra su alma, las doce uvas de cada fin de año. Pero sí, esta vez maceradas en aguardiente. El momento así se lo merece.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO