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María Jesús Sánchez | Málaga

A poco que corra algún ápice de sangre cordobesa por tus venas, la tendencia natural es ir de vacaciones al Mediterráneo. Más concretamente, a Málaga. Como yo tengo miles de gotitas de sangre de Córdoba, aquí me hallo frente al mar azul de los fenicios, en una localidad con un antiguo castillo que recuerda tiempos pretéritos de luchas y fronteras.



La mar está en calma. Las olas han dejado paso a un espejo de plata. El agua está fría aquí, el Estrecho y sus corrientes se perciben cercanas, pero yo quiero fundirme con el líquido elemento. Con suerte, a lo mejor me convierto en una sirena de cola larga recubierta de cientos de escamas tornasoladas.

Introducir no ya un pie, sino un dedo es un acto de valentía. Miras hacia abajo y todo es claridad: parece un río limpio y puro. Veo mis deditos, las piedrecitas y una mamá pez con su hijo, que se acerca todo el tiempo a mis piernas. No sé cuál de ellos se ha atrevido a pegarme un pequeño bocado, aprovechando que yo miraba el nítido horizonte.

Hoy, la raya que divide cielo y mar está bien definida. Los vientos permiten esta división, al igual que dirigen nuestra mirada hacia montañas antes vacías y ahora pobladas. No hay que pensar mucho si quiero sumergirme en este frío que revitaliza. El agua ya cubre mi ombligo y miles de escalofríos nacen en mis lumbares. Ahora o nunca. Y empiezo a bucear sintiendo mi valentía en este baño. ¡Qué maravilla poder desplazarse sin apenas esfuerzo!

Vuelvo al exterior en busca de aire para mis pulmones. Mi corazón late con fuerza y el sol se convierte en un abrazo cálido, en una caricia maternal que echa el frío de mi cabeza. Nado hacia la orilla. Allí el Mediterráneo malagueño está más templado, y me dejo mecer por diminutas olas que recorren todo mi cuerpo.

Lo mejor está a punto de suceder: una toalla en la caliente arena me espera, me abriga y me conecta con la tierra. Poco a poco me adormezco con la madre tierra y el padre sol devolviéndoles a mi cuerpo sus 37 grados.

MARÍA JESÚS SÁNCHEZ