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Aureliano Sáinz | Aquellos inolvidables años

A medida que caminamos por el sendero de la vida vamos dejando huellas que forman parte de nuestra memoria personal, aunque también colectiva, pues, en ocasiones, las vivencias son compartidas con los amigos o los compañeros que en distintas etapas de nuestra existencia hemos podido encontrar, voluntaria o accidentalmente.



Esas huellas son los recuerdos con los que escribimos en un libro invisible cuyas páginas van aumentando a medida que crecemos, a medida que nos enfrentamos a una realidad cada vez más compleja. Ese libro está marcado por los distintos capítulos o etapas que vamos atravesando, de modo que algunas tienen una significación muy especial.

Una etapa que nos marca en profundidad es aquella en la que comienzan a formarse los grupos de amigos y que suele coincidir con la finalización de los estudios de Primaria y los inicios de Secundaria. Tiene tanta relevancia que el psicólogo estadounidense de origen austríaco, Viktor Lowenfeld, en el estudio evolutivo del arte infantil denominó a esta edad como el comienzo del realismo o la Edad de la pandilla.

En su obra Desarrollo de la capacidad intelectual y creativa escribía lo siguiente: “Una de las características destacadas de esta edad es que los niños descubren que son miembros de la sociedad, una sociedad de iguales. Durante este período, ellos ponen los cimientos para la capacidad de trabajar en grupos y de cooperar en la vida adulta. Los descubrimientos de tener intereses similares, de compartir secretos, del placer en hacer cosas juntos son todos fundamentales”.

Más adelante continúa diciéndonos: “La palabra pandilla ha llegado a tener connotaciones negativas en nuestra sociedad actual, pero, para nosotros, vista desde la edad adulta, poseemos recuerdos gratos del grupo de amigos que por entonces teníamos”.

Desde la distancia que dan los años, parece casi una ley universal el hecho de que, cuando hemos alcanzado o superado el ecuador de nuestras vidas, esa etapa adquiere un brillo especial y el recuerdo de los amigos que por entonces tuvimos se tiñe de una cierta nostalgia al evocar una edad en la que todavía no habíamos entrado en ‘el realismo de la vida’, por lo que los sueños, las ilusiones y las fantasías estaban en plena efervescencia.

Cada cual se representaba mentalmente a sí mismo en un futuro muy lejano con toda la carga de utopía que podía concebir, pues nada le estaba vedado a un campo de la imaginación tan amplio que parecía no tener límites. Así, uno podía imaginarse como el mejor delantero del mundo que emulara a los míticos Pelé o Maradona, o el líder de un grupo de rock que arrasaría en los festivales de mayor renombre, o el nuevo actor que triunfaría no solo en el terreno patrio sino también en la meca del cine estadounidense…

Todo era posible, todo cabía en el cerebro de aquellos niños que se adentraban en el intrincado camino de la vida en una edad en la que los obstáculos no existían o fácilmente podían ser superados por unas mentes que no entendían de barreras.

Tiempo feliz, tiempo de sueños y de grandes proyectos, tiempo en el que el camino a transitar en el futuro se abría con innumerables ramificaciones, tantas como las que se podían lograr con la capacidad de fantasear que se tiene en los inicios de la adolescencia.



Todo lo que acabo de expresar tiene relación con un hecho inesperado que me hizo retroceder mentalmente décadas atrás. Fue hace unas semanas, cuando recibí un correo de Franci, un amigo de la infancia de mi hijo Abel. En el escrito, inicialmente se presenta, dándome su nombre completo (Francisco Manuel Urbano) y preguntándome si yo le recordaba.

Tras la presentación, me pregunta por mi hijo, al tiempo que me comenta que él formaba parte del grupo de amigos que estudiaban en el colegio público Gran Capitán de Montilla y en el que Abel también estaba. Por otro lado, me remarca, no se le olvidaban aquellos viernes en los que, una vez terminadas las clases, yo los llevaba, en mi antiguo coche de la marca Talbot Horizon de color verde oliva, al terreno que se encontraba junto al campo de fútbol para echar unos partidillos entre los dos grupos en los que nos dividíamos.

Días maravillosos para ellos. También para mí, que disfrutaba como portero o defensa (no debía abusar de mi estatura), ya que fueron los últimos pequeños partidos en los que, debido a la edad, podía participar. Juego y deporte que siempre me había apasionado desde la infancia, por lo que me produjo tristeza abandonarlo para pasar a ser mero espectador.

“¡Claro que me acuerdo de ti, pues en la caja de las antiguas fotografías se encuentran algunas de las que os hice y que siempre las he mirado con detenimiento cuando la abría para encontrar alguna que buscaba!”, le manifesté, sabiendo que la imagen que yo guardaba de él se correspondía a la que tenía siendo un chico que estudiaba en uno de los cursos finales de la extinta EGB.

Efectivamente, ahí se encuentra la pandilla de amigos con la que yo jugaba. En esta que ahora muestro están de pie Ramón, Toni, Franci y José Antonio, y, agachados, Abel y Sergio, los mismos que formaban el equipo base de aquellos lejanos partidos, a los que, ocasionalmente, se sumaba algún que otro compañero.

Han transcurrido muchos años, por lo que, para hacerme una idea de cómo era Franci en la actualidad, le pedí que por favor que me enviara alguna foto reciente. Muy pronto me remitió una en la que se encontraba con su hijo de cinco años, y en la que se apreciaba que el niño se parecía al padre como dos gotas de agua.

Días después de este primer contacto, Franci me indicó que seguía los artículos que yo publicaba en los diarios digitales, y puesto que le había gustado mucho el titulado Carta a mi nieto Abel al cumplir los dos años, me preguntó, con cierta inseguridad, si podía escribir uno hablando de aquel tiempo lejano en el que disfrutábamos corriendo detrás de un balón.

Inmediatamente le respondí que sí, que para mí sería un placer recordar aquellas fechas inolvidables, puesto que una vez que me trasladé a Córdoba les perdí la pista a algunos de ellos, dado que habían pasado casi treinta años.

“¡Treinta años! Se dice pronto”, pienso para mí mientras le estoy respondiendo. Me detengo un poco delante del teclado y los imagino en el ecuador sus vidas; si es que la vida tiene un ecuador, que lo dudo.

Cambios profundos, pues aquellos chicos que yo conocí ahora todos son padres. Cada uno de ellos con su propia historia. Historias personales en las que han incorporado una de las decisiones y experiencias más importantes que los seres humanos podemos adoptar: la paternidad. Ahora les toca a ellos la apasionante, compleja, difícil y gozosa tarea de encauzar esas nuevas vidas por las intrincadas rutas de la existencia.

Desde aquí, a esos niños hoy convertidos en padres, les deseo todo lo mejor que yo pueda imaginar. Y desde la altura de mis años, me gustaría acudir a las palabras del poeta alemán Jean Paul Richter cuando dijo aquello de que “los buenos recuerdos son el único paraíso del que no podemos ser expulsados”.

Y es que, necesariamente, algunos de los sueños que por entonces anidaban en sus mentes se habrán cumplido; otros, lógicamente, no habrán sido posibles. Sin embargo, espero que siempre permanezcan en sus memorias aquellos días inolvidables, y que los recuerden como parte de ese paraíso de la infancia que, a pesar de las duras vicisitudes que puedan encontrar en la actualidad, nunca les serán arrebatados.

AURELIANO SÁINZ