Uno de los aspectos más interesantes y, sin embargo, más difícil de precisar en la construcción de la personalidad es la imagen que cada uno tiene de sí mismo. Conocerse, saber realmente quién se es, se muestra como una tarea un tanto compleja e incierta, pues, aunque cada mañana nos veamos en el espejo y nos resulte muy familiar el personaje que aparece frente a nosotros, la realidad es que ya al pisar la calle empiezan a asaltarnos dudas e inseguridades al vernos rodeados de otros sujetos con características distintas a las nuestras.
Inevitablemente, se hace necesario forjarse una idea de la propia identidad si se desea caminar por la vida con cierta seguridad para afrontar los retos que la existencia nos plantea, al igual que los de la misma sociedad en la que nos ha tocado vivir.
Cada cual tiene que conocerse para saber relacionarse con los demás. Lo más habitual es que nos veamos con cualidades favorables y nos sintamos cargados de razones ante el complejo mundo que nos rodea. Nadie quiere imaginarse a sí mismo lleno de incertidumbres, ni de defectos significativos; y, aunque estos se tuvieran, no se desearía que fueran conocidos por otros.
Esta necesidad de saber quién es uno mismo se ha ido haciendo cada vez más compleja y difícil de desentrañar, dado que en la actualidad nos movemos en un intrincado mundo en el que lo virtual ha adquirido una importancia desconocida tiempo atrás.
A nadie le cabe la menor duda de que nos encontramos en la era de la imagen, y que, en sus diferentes modalidades, se ha hecho omnipresente.
¿Quién no está hoy trasteando en Facebook? ¿Quién no tiene su cuenta en Twitter escribiendo con los límites de los 140 caracteres? ¿Quién no cuenta con ese grupo de amigos con los que se conecta cotidianamente a través de WhatsApp? ¿Quién no ha caído en la tentación de hacerse selfies, para después colgarlos y enviarlos con la idea de que los vea todo el mundo…?
Parece ser que la mayor condena en la actual sociedad es que nadie te vea, que no recibas cada equis tiempo el silbido de un whatsapp, que no aparezcas en los smartphones de amigos o conocidos, que nadie sepa la música que te gusta, que no se reciban los vídeos que te han interesado o los memes que circulan por la red y que a ti no te llegan.
Es urgente hacerse visible, creer que tenemos cientos de amigos que se interesan por nosotros, imaginar que la fama no es lo que tienen Messi o Ronaldo, sino algo que ahora está al alcance de cualquiera. Para confirmarlo, recordemos a aquel genial pintor y creador estadounidense que fue Andy Wharhol, quien décadas atrás profetizó que en el futuro (es decir, ahora) todos tendríamos nuestros “15 minutos de fama o de gloria”.
Pues bien, parece que por fin ese vaticinio se ha hecho realidad. Pero hoy no nos bastan esos quince minutos: queremos estar en el candelero, que la gente nos vea, que el público nos conozca, que se hable nosotros.
Sobre este punto, viene bien la frase de un amigo, un tanto histriónico, que me decía tiempo atrás: “Yo lo que quiero es que se hable de mí… aunque sea para mal”. O, como otro que apuntaba a que ya “estamos en la era de Narciso”, refiriéndose al dios de la mitología griega que, enamorado de su propia imagen al contemplarse en las aguas, cayó a las mismas ahogándose.
Este ensimismamiento, este estar contemplándose constantemente, esta huida feroz de los momentos de soledad y de intimidad tan necesarios para indagar en los propios sentimientos, dan lugar a que no solo no sepamos quiénes somos realmente, sino que tampoco conozcamos a quiénes tenemos al lado.
Creo que esta forma de incomunicación la ilustra perfectamente el cuadro de Magritte titulado “Los enamorados”, puesto que muchas veces una venda nos cubre los ojos y nos impide relacionarnos, más allá de las apariencias, más allá de la superficie corpórea.
Bien es cierto que la forma más inmediata de conectar con los demás es a través de nuestra imagen. Nuestro cuerpo se muestra como la primera carta de presentación: habla de nuestra edad, de nuestros rasgos faciales, de nuestro cuerpo, de nuestro estado de salud... Esta es la razón por la que la actual sociedad de la apariencia nos insiste que ofrezcamos una determinada imagen según ciertos estándares, y que la publicidad, entre otros espejos, nos repite machaconamente.
Sin embargo, la parte más difícil de averiguar de la personalidad no es la que se logra a través de los aspectos visibles, aunque estos ya proporcionen informaciones valiosas.
Hemos de tener en cuenta que los demás se hacen una idea de cada uno de nosotros no solo por la imagen física, sino también porque creen entender cómo somos, incluso sin la posibilidad de irrumpir en lo más íntimo de cada cual, ya que es imposible penetrar en los pensamientos y sentimientos ajenos.
Y lo más habitual es que esa imagen mental que se forman no coincida con la que cada uno cree tener de sí mismo. La propia suele ser más favorable, más benévola, más comprensiva, puesto que lógicamente uno se reserva y no se suele decir a los demás aquello que no gusta de sí mismo.
Para entender esta cuestión, viene bien este otro cuadro del pintor belga René Magritte, ya que es una excelente versión pictórica de lo que estamos comentando: hay un mundo interior de ideas, creencias, emociones y sentimientos que solo las sabe uno mismo, por lo que el lienzo nos muestra un cielo visto desde el fondo de un ojo, como si la propia retina fuera una barrera que aparece entre el mundo interior del sujeto que mira y el mundo externo que es contemplado.
Y es ese mundo interior, ese mundo privado, el que resulta complicado de entender para los propios interesados, puesto que se trata de bucear en la propia personalidad. Un mundo tan intrincado y tal difícil tanto de comprender como en ocasiones de admitir, especialmente cuando hay rasgos del carácter que no gustan.
Pero la personalidad no es algo con lo que nacemos, sino que se va gestando con el paso de los años. Así, de los niños pequeños no podemos considerar que tengan una propia; bien es cierto que poseen rasgos de carácter que serán elementos que formarán parte de esa futura identidad que tienen que crearse.
Más adelante, a partir de la pubertad, chicos y chicas comienzan a inquietarse por su propia imagen y a preguntarse quiénes son. Se interrogan cómo les ven los demás, al tiempo que se afanan para ser aceptados dentro de los grupos de compañeros o compañeras de clase. La no aprobación es una gran preocupación para ellos, ya que, incluso por algunos detalles, pueden sufrir pensando que se les da de lado.
Estas reflexiones que he hecho acerca de la personalidad nos aproximan al objetivo de un estudio llevado a cabo en el ámbito escolar: cómo se ven a sí mismos los chicos y chicas que se inician en la adolescencia. Nos sirven, pues, como introducción a un trabajo de investigación, inicialmente, llevado a cabo por una profesora de Educación Primaria en un centro educativo de Córdoba con sus alumnos de sexto curso y seguido, posteriormente, del análisis que yo aportaría a los dibujos.
De este modo, en los dos siguientes artículos comprobaremos que es posible conocer los rasgos de la personalidad de chicos y chicas que entran en la adolescencia. Y todo ello a través de los dibujos que realizaban acerca de sí mismos ante la propuesta de dibujarse que se les hacía en la clase.
Inevitablemente, se hace necesario forjarse una idea de la propia identidad si se desea caminar por la vida con cierta seguridad para afrontar los retos que la existencia nos plantea, al igual que los de la misma sociedad en la que nos ha tocado vivir.
Cada cual tiene que conocerse para saber relacionarse con los demás. Lo más habitual es que nos veamos con cualidades favorables y nos sintamos cargados de razones ante el complejo mundo que nos rodea. Nadie quiere imaginarse a sí mismo lleno de incertidumbres, ni de defectos significativos; y, aunque estos se tuvieran, no se desearía que fueran conocidos por otros.
Esta necesidad de saber quién es uno mismo se ha ido haciendo cada vez más compleja y difícil de desentrañar, dado que en la actualidad nos movemos en un intrincado mundo en el que lo virtual ha adquirido una importancia desconocida tiempo atrás.
A nadie le cabe la menor duda de que nos encontramos en la era de la imagen, y que, en sus diferentes modalidades, se ha hecho omnipresente.
¿Quién no está hoy trasteando en Facebook? ¿Quién no tiene su cuenta en Twitter escribiendo con los límites de los 140 caracteres? ¿Quién no cuenta con ese grupo de amigos con los que se conecta cotidianamente a través de WhatsApp? ¿Quién no ha caído en la tentación de hacerse selfies, para después colgarlos y enviarlos con la idea de que los vea todo el mundo…?
Parece ser que la mayor condena en la actual sociedad es que nadie te vea, que no recibas cada equis tiempo el silbido de un whatsapp, que no aparezcas en los smartphones de amigos o conocidos, que nadie sepa la música que te gusta, que no se reciban los vídeos que te han interesado o los memes que circulan por la red y que a ti no te llegan.
Es urgente hacerse visible, creer que tenemos cientos de amigos que se interesan por nosotros, imaginar que la fama no es lo que tienen Messi o Ronaldo, sino algo que ahora está al alcance de cualquiera. Para confirmarlo, recordemos a aquel genial pintor y creador estadounidense que fue Andy Wharhol, quien décadas atrás profetizó que en el futuro (es decir, ahora) todos tendríamos nuestros “15 minutos de fama o de gloria”.
Pues bien, parece que por fin ese vaticinio se ha hecho realidad. Pero hoy no nos bastan esos quince minutos: queremos estar en el candelero, que la gente nos vea, que el público nos conozca, que se hable nosotros.
Sobre este punto, viene bien la frase de un amigo, un tanto histriónico, que me decía tiempo atrás: “Yo lo que quiero es que se hable de mí… aunque sea para mal”. O, como otro que apuntaba a que ya “estamos en la era de Narciso”, refiriéndose al dios de la mitología griega que, enamorado de su propia imagen al contemplarse en las aguas, cayó a las mismas ahogándose.
Este ensimismamiento, este estar contemplándose constantemente, esta huida feroz de los momentos de soledad y de intimidad tan necesarios para indagar en los propios sentimientos, dan lugar a que no solo no sepamos quiénes somos realmente, sino que tampoco conozcamos a quiénes tenemos al lado.
Creo que esta forma de incomunicación la ilustra perfectamente el cuadro de Magritte titulado “Los enamorados”, puesto que muchas veces una venda nos cubre los ojos y nos impide relacionarnos, más allá de las apariencias, más allá de la superficie corpórea.
Bien es cierto que la forma más inmediata de conectar con los demás es a través de nuestra imagen. Nuestro cuerpo se muestra como la primera carta de presentación: habla de nuestra edad, de nuestros rasgos faciales, de nuestro cuerpo, de nuestro estado de salud... Esta es la razón por la que la actual sociedad de la apariencia nos insiste que ofrezcamos una determinada imagen según ciertos estándares, y que la publicidad, entre otros espejos, nos repite machaconamente.
Sin embargo, la parte más difícil de averiguar de la personalidad no es la que se logra a través de los aspectos visibles, aunque estos ya proporcionen informaciones valiosas.
Hemos de tener en cuenta que los demás se hacen una idea de cada uno de nosotros no solo por la imagen física, sino también porque creen entender cómo somos, incluso sin la posibilidad de irrumpir en lo más íntimo de cada cual, ya que es imposible penetrar en los pensamientos y sentimientos ajenos.
Y lo más habitual es que esa imagen mental que se forman no coincida con la que cada uno cree tener de sí mismo. La propia suele ser más favorable, más benévola, más comprensiva, puesto que lógicamente uno se reserva y no se suele decir a los demás aquello que no gusta de sí mismo.
Para entender esta cuestión, viene bien este otro cuadro del pintor belga René Magritte, ya que es una excelente versión pictórica de lo que estamos comentando: hay un mundo interior de ideas, creencias, emociones y sentimientos que solo las sabe uno mismo, por lo que el lienzo nos muestra un cielo visto desde el fondo de un ojo, como si la propia retina fuera una barrera que aparece entre el mundo interior del sujeto que mira y el mundo externo que es contemplado.
Y es ese mundo interior, ese mundo privado, el que resulta complicado de entender para los propios interesados, puesto que se trata de bucear en la propia personalidad. Un mundo tan intrincado y tal difícil tanto de comprender como en ocasiones de admitir, especialmente cuando hay rasgos del carácter que no gustan.
Pero la personalidad no es algo con lo que nacemos, sino que se va gestando con el paso de los años. Así, de los niños pequeños no podemos considerar que tengan una propia; bien es cierto que poseen rasgos de carácter que serán elementos que formarán parte de esa futura identidad que tienen que crearse.
Más adelante, a partir de la pubertad, chicos y chicas comienzan a inquietarse por su propia imagen y a preguntarse quiénes son. Se interrogan cómo les ven los demás, al tiempo que se afanan para ser aceptados dentro de los grupos de compañeros o compañeras de clase. La no aprobación es una gran preocupación para ellos, ya que, incluso por algunos detalles, pueden sufrir pensando que se les da de lado.
Estas reflexiones que he hecho acerca de la personalidad nos aproximan al objetivo de un estudio llevado a cabo en el ámbito escolar: cómo se ven a sí mismos los chicos y chicas que se inician en la adolescencia. Nos sirven, pues, como introducción a un trabajo de investigación, inicialmente, llevado a cabo por una profesora de Educación Primaria en un centro educativo de Córdoba con sus alumnos de sexto curso y seguido, posteriormente, del análisis que yo aportaría a los dibujos.
De este modo, en los dos siguientes artículos comprobaremos que es posible conocer los rasgos de la personalidad de chicos y chicas que entran en la adolescencia. Y todo ello a través de los dibujos que realizaban acerca de sí mismos ante la propuesta de dibujarse que se les hacía en la clase.
AURELIANO SÁINZ