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Loving you crujiente

Te prometí cocinar. Después de tu día D en mi Normandía. Ha de ser hoy. Saca de la guantera las pistolas, quiero rebatirlo. Ayer la orquesta sonó bien, lo reconozco, ninguna caballería se podría haber medido con nosotros. No entiendes cómo algunas no exigen un presupuesto básico para la guerra amatoria. Tú, que sueles mandar a tus escuadras con el rabillo del ojo. Empinándote sobre las patas. Te arrancas los pendientes y acaricias unos plátanos verdes. Y yo, habituado a soltar el rollo del Mar Rojo, estuve como director más que digno. El caballo y la burra. No. Dos purasangre haciendo volar las cometas.



Fue como ir a las carreras al hipódromo. En domingo. Once caballos, 1,800 metros. Nuestra cama, con un escenario muy escueto. Tu falda lápiz volteada; tú, desnuda, probando el negro y naranja de un vestido miau; la nicotina penetrante en tu boca, la danza profunda de tu cintura, la plancha de acero en tu esqueleto incompleto.

La pasada noche fue extraña. Un teatro escolar construyendo poco a poco un califato. Risitas. Un invierno con dientes. Kilómetros de cama. Y ni rastro del amor. Tú, desnuda, cristalina –se nota que lees pornografía y cueces azúcar– con el traje de Audrey Hepburn sobrevolando tu desayuno de campeona. Éramos dos cerdos limpios chupándonos los dedos, lanzando lápices contra la marea.

Sólo dos cerditos moviéndose en círculos, buscando los vientos. Te metiste en el baño, relamiéndote aún las chispas, jadeando todas las equis del mundo. Me dijiste que era bueno, muy bueno. Tirando a tronco y limonera.

Prometí cocinar para tí cuando te contemplé relatiendo como una generala de caballería, reeditada como en nuestra última cena, con tu edad inexacta y tu sexo como una lancha de cristales tintados. Cocíname la carne de las flores, me pediste, aferrándote a mi pelo como una mastina con impecable sentido del swing.

Mientras encerabas tu cuerpo, yo me recuperaba de mi nueva muerte en Lepanto crucificándome sobre la alfombra. Salen caros mis orgasmos bajo tu Gobierno de Vichy. Recordé las turbulencias de mis sueños. Ayer soñé que el Gobierno lo detentaba una Fiscalía Anticorrupción mitad burka, mitad minifalda. Horror. Sigue mandando la Bolsa de Francfort.

Soñé con Arias Navarro: Españoles... el Real Madrid ha muerto. Sí que es verdad que ha muerto España, dejada en establos y cuadras. Siempre he pensado que en este país había dos dictaduras a muerte con la democracia: la de los fascistas de Batasuna y la mayoritaria, la de los capitalistas. Y dentro de esta última, el Catálogo de los Santos. Todos con un espíritu texano, destructivo y triturador.

En España no hay bandera. Hay manteles. Y los "Chicos del maíz", la nueva hornada de no sé qué hornada vieja, si de la CNT, si de "Crepúsculo" o de "Juego de Tronos". Mandarines todos, de nueva cuña, de nueva o vieja coña. Y yo, y tú, los de la guardería, esperando como idiotas a que alguien suelte la gallina.

Cada mañana, cuando el ministro extiende su rúbrica, muere alguna persona. Ya sean dos pares de alas, o muere el polen en barriga ajena, mueren flores masculinas y el hexágono de las abejas se llena de ladrones. Muere la chanson, el Ejército Rojo, la RAF.

Cada mañana, los perros se cagan sobre la mierda de nuestros relojes. Y los viejos, con sus ojos de chapa y sus cuentos embotellados, escupen sus fascículos en los bancos del parque. Cada mañana, el horrible tiranosaurio de la Vida, carga más y más sacos de café. Una guitarra suena igual que los bronces, y es ahí cuando el bostezo del aburrido y el bostezo del hambriento caen sobre el mismo gancho del carnicero.

El forajido se aúpa al ático. Observa la desintegración de los días; observa el paisaje abierto y moviente. Chicas de diamante ríen en cada frenada y suben a los garitos los ricos sudores del sambódromo. Yo me pregunto si quitamos el sexo de a diario, el aseo con goma de borrar, el acoso del cáncer:

Cómo ordenar las palabras cuando la vida está compuesta de una multitud de curvas. Cómo ordenar los afectos y los vicios. Cómo ordenar las palabras sin tener dos pares de ojos. De qué te sirve un brillante bronceado si tu corazón ha de permanecer bajo techo.

Extraigo un libro de una antigua máquina de tabaco Azcoyen. Aquí tengo a mis muertos pensativos. Cae al suelo una fotografía dedicada de Fraga cazando urogallos. La enorme lámina del aeropuerto JFK me recuerda lo lejos que está el cielo de Pablo Iglesias.

Enciendo el televisor, que es carbón y cristales por igual. Excarcelación de asesinos. Golpes, tiros. Y un botín de cuidado. Sátrapas blancos, sátrapas negros. Sin difrencias, salvo en el tamaño del PIB y de la polla. Los cabrones que reparten la comida cuando se les antoja. El ácaro que se chinga a sí mismo.

El mundo lo gobiernan las fracciones. Y las infracciones. El deber sufre y sucumbe a la plata. Habría que quitar la madrugada a las bestias. Y la arrogancia. Y esa monstruosidad de un mundo desmemoriado. Y sacar del baúl a los incomprendidos y meter en su lugar la guía de teléfonos. Y meter fuego a los maravillosos jardines de la sede de la Gestapo. Y dejar tiesa la firmeza del dólar.

Todos a un baúl. Un baúl gravemente criminal. Desearía abrir la carlinga del avión y lanzar a los tiburones a todos los que hemos sido buenos. Cada mañana, el gallo solito canta un poema, sosteniendo las tejas y la caricatura de la Vida. Pero lejos, muy lejos. Donde huelen los minerales y la cera. Donde aún quedan cañaveras y lagos para desternillarse. Donde la perdiz rememora, el acebuche no acelera, donde te abrasas con el fruto redondo, con el rojo brillante. A donde no llegan la milicia y los comerciantes.

Cada mañana, los biennacidos apartados del oro, honran a sus difuntos, y los malnacidos preparan el frasco con pólvora. El mendigo suelta una carcajada lunática y se queda tieso, con el gesto violento de alguna pintura americana. Lo encuentran en el solarium de la puta calle, descongelándose de la noche. Ha muerto de fractura de corazón. Formará una estrella, que no es más que polvo y gas, el compuesto más miserable.

Hay partes de guerra que pasan ante nuestros ojos; No los miramos. Pensamos que se trata de un programa espacial no tripulado. Tiroteo en la calle tal, confluencia con cual. Un muerto. Impactos de bala en zona parietal, frontal y tórax. Mollejas y pescuezos, poco más. En el televisor, un político se narra para sí el discurso fúnebre por Den Xiao Ping al completo. Hay quien aplaude. Una señora miliciana tiene un orgasmo con eructito final y todo. Se fuma un cigarrito y comienza a reír al imaginarse un caballo haciendo barriles.

Hoy, la luz más sincera llega al desván. No tengo dinero para alquilar la civilización. Por eso no salgo a la calle. En cambio, sí tengo papeles, casos cerrados, y una fosa séptica para las multas por velocidad. Mi máquina de escribir Olivetti, el Yo, Claudio, de Robert Graves, desdentado, junto a tus cereales integrales.

Se me viene a la boca el pan enmohecido cuando escucho cuentos de la Segunda Guerra; se me viene a la boca el deseo de la vida conventual; se me viene al alma el abrazo amoroso de un crótalo. Y no esa enfermiza pasión por los dulces. Que no estoy muerto, estoy murado. Me digo. O morido. Yo qué sé.

Escucho las risotadas de unas brujas de fabricación casera que cablean la calle con esos programuchos de titicaca que pululan por ahí. Releo la prensa escrita y conquisto la soledad por todo lo alto. Sólo creo en los tres estados: líquido, sólido y gaseoso. Busco crear una ideología que se pueda cantar, con la que se pueda pasear en canoa. Me quedo con un fragmento del Corán, con un fragmento de la Biblia. Una pizca de pimienta.

Bah, una ensalada común y un tocino de cielo. Miro tu foto. A este perro le pusiste un collar y unos grilletes y lo resfriaste con tu frescura, te confieso con media sonrisa. Mi saliva te sigue con el carrete del hilo hasta la puerta. Un perro, sí. Lejos de la perrería. Me asomo a la calle.

Carnaval de Venecia y relojes de arena. Frente a mi camarote, templos de toda condición, hombres de una misma clase, casoplones con alfalfa en la boca. Y muertos anónimos y apaleados, cogiendo derechitos por el Camino Real, fuera de poblado. Enterrados bajo la caspa de los árboles.

De cuando en cuando me prodigo en arrumacos con los retratos de familia, insonorizados, ensalzados, labios hendidos, conservería, disecados, con el bigote tieso. Los expongo en el balcón para que entre aire en sus pulmones y los introduzco rapidamente de nuevo para que no se contagien de la falta de intelecto del exterior.

Inspectores de policía desayunando después de "avellanar" casas; viejas gaseadas por las trompetas de los coches. Reyes y cortesanos. No hay sublevación ahí fuera. En mi memoria, le doy cuerda al mar y maldigo esas montañas puestas a traición. Y recuerdo el azul muy vivo alrededor del ojo. Y recuerdo haber quitado el techo a tu sandwich. Y añoro cuando te derramabas por el bosque, yo era toro esmirriado, un lobito mojado y gris. Y la tormenta azotando, y la orientación artística de tu cuerpo desnudo junto a la espingarda de los rayos.

He quemado el bizcocho. En la tele aparece la paronámica de un aeropuerto con decenas de ataúdes dispuestos como teclas de piano. Americanos caídos en Irak.

Escuchó un extraño sonido. Los bufidos de un gato azul que quiere ser gris y va dejando virutas para quien quiera escucharlo. El amor trashumante de dos nenes en el paramento de un muro. Los besos debidamente acentuados de dos palomas, bonitas, delicadas.

Vuelves a casa. No esperas a que el vino desfile por tu prado. Me llevas a la cama. El sexo y el sonido de una vocal disimulan. Pones a la llama un toque tropical. Estás entera y desnuda. Se acumulan hazañas en mi sangre. Me besuqueas como loca y me agarras las venas. Y te trabajas tú sola, supliendo al alfarero, adelantándote a Satán.

Verte en el bidé es un escándalo, es contemplar el vivo rojo de las lágrimas. Abres la puerta de corredera y sales a recrearte. Los ajos en su bulbo, los dos caballos que te amamantan en tu vulva. Tus somníferos, tus pastillas, tus párpados calcinados. Todo lo viertes en el espejo.

"Hazme un bizcocho. Y esta vez, no lo quemes". Cierras la puerta con cuidado. Voy corriendo al balcón. Con el telescopio veo tu equipaje y el banderín del taxi. Termina la longitud de la vista y te pierdes en una rodaja. Vuelvo al baño, a recuperar tu olor. Y los caldos que me has dejado. De repente, caigo en lo cierto.En el baño no hay ozono, sólo el mostrador donde pones tus pechos junto a los siete misterios del rosario.

J. DELGADO-CHUMILLA
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