La semana pasada se celebró el tradicional debate sobre el estado de la nación, una especie de función teatral que se representa en el Congreso de los Diputados para que las primeras figuras de los grupos políticos que allí sientan sus posaderas exhiban sus triunfos y propuestas de cara a la televisión y las consiguientes reseñas periodísticas.
Tras la puesta en escena y el cierre de la retransmisión, todos los actores vuelven a sus quehaceres: unos, a hacer que gobiernan, y otros, hacer que controlan al Gobierno. La obra en sí es malísima y no entretiene a nadie, ni siquiera a sus propios protagonistas, pues ni ellos mismos la creen verosímil ni coherente.
Son, en su conjunto, pésimos actores que no aciertan en la caracterización de sus personajes y se limitan a leer un guion infumable, tan previsible como repetitivo. Sin embargo, la función se estrena cada año con la contumacia de un rito imprescindible para nuestra convivencia: nos hace sentir demócratas y vivir en una democracia sin parangón, por lo que tiene cierto público asegurado.
Este año, para sorpresa de algunos, se han producido algunas anécdotas que han atraído una atención desmerecida y exagerada. Por un lado, las previsiones apuntaban que sería la última representación de una obra basada en el bipartidismo de los que se alternan en el poder. Ello ha despertado cierta expectativa.
Al parecer, nuevos personajes intervendrán en una trama que se limitaba a dos grandes protagonistas que se acusan mutuamente de los males que propinan a la población. A partir de las próximas elecciones generales, según los sondeos, nadie asumirá un papel estelar en solitario, debiendo compartirlo en coalición con otras figuras que se disputarán el favor del público. Y ese aire de despedida se ha notado en la actuación de quienes, de alguna manera, despiden la temporada con la incógnita de si los contratarán en el futuro. Se han dejado llevar por la emoción y han sobreactuado.
El que hace que gobierna se ha empeñado en dibujar un país insólito en el que nadie sufre, todos están contentos y las medidas gubernamentales han sido acertadísimas para proporcionar una felicidad insuperable a la población.
Y el que hace que controla al que gobierna no ha dejado de trazar un panorama de sufrimientos, de infortunios y de calamidades como consecuencia de las torpezas y las equivocaciones de un Gobierno insensible e inútil. Uno a desquiciado al otro, y el otro al uno, y ambos han recurrido al “tú más y peor”.
El resto del elenco se ha atenido al papel de comediantes que subrayan, desde la caracterización que les corresponde, las visiones enfrentadas de los protagonistas. Así, hay personajes que reiteran cual loros argumentos para finalizar deseando salud y república, mientras otros insisten en lo ya dicho como causa de todos los males en su feudo. Sólo un melifluo escudero se alinea con el que manda y paga para defenderlo sin mucha convicción de este tropel de escépticos pesimistas que se dejan llevar por una ceguera colectiva.
Por otra parte, todos participan de una representación que tiene su puntito tragicómico. Causa sonrojo ver unos actores intentando convencer al contrario de ser los verdaderos defensores de los servicios públicos cuando entre unos y otros los han recortados y deteriorados hasta prácticamente eliminarlos por inservibles.
El que hace el papel de “bueno” y el que le lleva la contraria como “malo” no se cansan de repetir que ambos se baten por recuperar el pleno empleo como si los espectadores no supieran que, unos antes y otros después, han reducido salarios, han congelado pensiones, han favorecido el despido, han desprotegido al trabajador, han precarizado el trabajo y han suprimido prestaciones cuando las cosas vienen mal dadas por todo lo anterior.
Si no fuera porque entran ganas de llorar, reiría con tamaña ficción mal interpretada y peor representada de lo que pasa en este país. Porque es trágico prometer empleo cuando has provocado 600.000 parados más, asegurar bajar impuestos cuando has aumentado la mayoría de ellos, ayudar a los trabajadores cuando sólo saneas exclusivamente a la banca, y no parar de tomar medidas para controlar la deuda y contemplar impotente cómo ésta escala hasta el 100 por ciento del producto interior bruto. Vender todas esas contradicciones como un triunfo del que hace que gobierna se convierte en una comedia bufa de tintes trágicos.
Especialmente trágico si quienes se encargan de representar las alternativas se limitan a dar golpes de efecto, aparentemente contundentes pero vanos, como de marionetas en las que se adivinan las manos y los hilos que las manejan para divertimento del respetable.
Trágico porque la obra no disipa el temor que atenaza al público ni logra convencerlo de que unos y otros están interesados en debatir lo que importa a los espectadores. Simple cruce de palabras para el autobombo y los mutuos reproches, cuando el personal confiaba alguna solución a sus problemas, para el agujero de la Seguridad Social que pondrá en riesgo las pensiones en la próxima legislatura, para un empleo que no alcanza a todos, para unos desahucios que siguen echando la gente a la calle, para un empobrecimiento que se ceba en todos menos en las élites, para los carentes de esperanza y hartos de promesas y teatro. El público, al final, abandona la sala con la sensación de que lo han vuelto a engañar con la compra de la entrada de una obra tan nefasta.
Una obra de teatro sobre el debate del estado de la nación que exhibe su insoportable levedad con la imagen de una de sus protagonistas entretenida jugando con la tablet sin importarle estar en plena representación sobre el escenario, o cuando un secundario sufre un desvanecimiento justo en el momento de salir a escena. Estas anécdotas serán las que recordará el espectador de una obra vacía de contenido e interpretada por actores tan mediocres que sólo transmiten vacuidad y aburrimiento. Hasta que vuelva a representarse el año que viene.
Tras la puesta en escena y el cierre de la retransmisión, todos los actores vuelven a sus quehaceres: unos, a hacer que gobiernan, y otros, hacer que controlan al Gobierno. La obra en sí es malísima y no entretiene a nadie, ni siquiera a sus propios protagonistas, pues ni ellos mismos la creen verosímil ni coherente.
Son, en su conjunto, pésimos actores que no aciertan en la caracterización de sus personajes y se limitan a leer un guion infumable, tan previsible como repetitivo. Sin embargo, la función se estrena cada año con la contumacia de un rito imprescindible para nuestra convivencia: nos hace sentir demócratas y vivir en una democracia sin parangón, por lo que tiene cierto público asegurado.
Este año, para sorpresa de algunos, se han producido algunas anécdotas que han atraído una atención desmerecida y exagerada. Por un lado, las previsiones apuntaban que sería la última representación de una obra basada en el bipartidismo de los que se alternan en el poder. Ello ha despertado cierta expectativa.
Al parecer, nuevos personajes intervendrán en una trama que se limitaba a dos grandes protagonistas que se acusan mutuamente de los males que propinan a la población. A partir de las próximas elecciones generales, según los sondeos, nadie asumirá un papel estelar en solitario, debiendo compartirlo en coalición con otras figuras que se disputarán el favor del público. Y ese aire de despedida se ha notado en la actuación de quienes, de alguna manera, despiden la temporada con la incógnita de si los contratarán en el futuro. Se han dejado llevar por la emoción y han sobreactuado.
El que hace que gobierna se ha empeñado en dibujar un país insólito en el que nadie sufre, todos están contentos y las medidas gubernamentales han sido acertadísimas para proporcionar una felicidad insuperable a la población.
Y el que hace que controla al que gobierna no ha dejado de trazar un panorama de sufrimientos, de infortunios y de calamidades como consecuencia de las torpezas y las equivocaciones de un Gobierno insensible e inútil. Uno a desquiciado al otro, y el otro al uno, y ambos han recurrido al “tú más y peor”.
El resto del elenco se ha atenido al papel de comediantes que subrayan, desde la caracterización que les corresponde, las visiones enfrentadas de los protagonistas. Así, hay personajes que reiteran cual loros argumentos para finalizar deseando salud y república, mientras otros insisten en lo ya dicho como causa de todos los males en su feudo. Sólo un melifluo escudero se alinea con el que manda y paga para defenderlo sin mucha convicción de este tropel de escépticos pesimistas que se dejan llevar por una ceguera colectiva.
Por otra parte, todos participan de una representación que tiene su puntito tragicómico. Causa sonrojo ver unos actores intentando convencer al contrario de ser los verdaderos defensores de los servicios públicos cuando entre unos y otros los han recortados y deteriorados hasta prácticamente eliminarlos por inservibles.
El que hace el papel de “bueno” y el que le lleva la contraria como “malo” no se cansan de repetir que ambos se baten por recuperar el pleno empleo como si los espectadores no supieran que, unos antes y otros después, han reducido salarios, han congelado pensiones, han favorecido el despido, han desprotegido al trabajador, han precarizado el trabajo y han suprimido prestaciones cuando las cosas vienen mal dadas por todo lo anterior.
Si no fuera porque entran ganas de llorar, reiría con tamaña ficción mal interpretada y peor representada de lo que pasa en este país. Porque es trágico prometer empleo cuando has provocado 600.000 parados más, asegurar bajar impuestos cuando has aumentado la mayoría de ellos, ayudar a los trabajadores cuando sólo saneas exclusivamente a la banca, y no parar de tomar medidas para controlar la deuda y contemplar impotente cómo ésta escala hasta el 100 por ciento del producto interior bruto. Vender todas esas contradicciones como un triunfo del que hace que gobierna se convierte en una comedia bufa de tintes trágicos.
Especialmente trágico si quienes se encargan de representar las alternativas se limitan a dar golpes de efecto, aparentemente contundentes pero vanos, como de marionetas en las que se adivinan las manos y los hilos que las manejan para divertimento del respetable.
Trágico porque la obra no disipa el temor que atenaza al público ni logra convencerlo de que unos y otros están interesados en debatir lo que importa a los espectadores. Simple cruce de palabras para el autobombo y los mutuos reproches, cuando el personal confiaba alguna solución a sus problemas, para el agujero de la Seguridad Social que pondrá en riesgo las pensiones en la próxima legislatura, para un empleo que no alcanza a todos, para unos desahucios que siguen echando la gente a la calle, para un empobrecimiento que se ceba en todos menos en las élites, para los carentes de esperanza y hartos de promesas y teatro. El público, al final, abandona la sala con la sensación de que lo han vuelto a engañar con la compra de la entrada de una obra tan nefasta.
Una obra de teatro sobre el debate del estado de la nación que exhibe su insoportable levedad con la imagen de una de sus protagonistas entretenida jugando con la tablet sin importarle estar en plena representación sobre el escenario, o cuando un secundario sufre un desvanecimiento justo en el momento de salir a escena. Estas anécdotas serán las que recordará el espectador de una obra vacía de contenido e interpretada por actores tan mediocres que sólo transmiten vacuidad y aburrimiento. Hasta que vuelva a representarse el año que viene.
DANIEL GUERRERO