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Dejemos el circo

¿Y si dejamos de una vez este penoso circo y de arrimar cada cual el ébola a su sardina? ¿Y si de una vez lo hace el Gobierno central y el autonómico, la ministra, el consejero, los sindicatos, los teleagitadores y los figurantes de todo pelaje, y cada cual cumple su trabajo y deber? ¿Es que no es posible un poco, un mínimo, un algo, un ápice de sensatez, sentido común, prudencia o contención? ¿No queda ya de ello ni un gramo en España?

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Lo primero que hay que decir, aunque alguno lo haya olvidado, es que la auxiliar de enfermería, Teresa Romero, es un victima. Como los misioneros Pajares y García Viejo. Y que ella, como ellos, se presentó voluntaria para ayudar. Que a nadie se le olvide esto de una mujer que ahora se debate en el filo de la navaja entre la vida y la muerte. Que cuando esto escribo tan sólo espero que siga aguantando y que pueda escribir de nuevo y con esperanza sobre su situación.

Que, en efecto, para su contagio pudo cometer algún error, un accidente, un fallo y, como ella también ha reconocido, incurrir en una irresponsabilidad por no advertir a su doctora de cabecera que había tenido contacto con ébola. Y hasta aquí.

Luego, todos lo errores, y son reiterados, demoledores y bochornosos, ya son de todos los demás. De quienes nunca debieron cometerlos pero siguen repitiendo a cada instante. Del primero al último, en una cadena de insensateces que tiene alucinada a la población y donde ni la propia sociedad, contaminada por el disparate, se salva ya. España está enferma y no de ébola precisamente, sino de un terrible virus que afecta a su ética, a su moral, a su responsabilidad, a su sensatez, a sus valores y a su humanidad.

Clamoroso por su repulsiva procacidad al ser expresado es el comportamiento del consejero de Sanidad de Madrid, responsable de un buena parte del desaguisado, que olvidando esa condición de victima de la enferma ha ido soltando lo más estentóreos rebuznos de emisora en emisora y a quien no hay que dar siquiera el derecho a decidir su dimisión. El cese y el rechazo eran obligados ya ayer y no vale consideración alguna más.

Semejante persona, con esa brutal falta de empatía emocional por un enfermo de tal gravedad, no puede estar al frente de quienes han de velar por nuestra salud. Ni un día, ni un minuto, ni un segundo más. El presidente de la Comunidad de Madrid ya tarda en desalojarlo de inmediato de cualquier responsabilidad.

Pero ello, con todo, es ahora hasta accesorio. Las responsabilidades políticas y profesionales que hubiera y habrá que determinar cuando toque, aunque esta primera de tan obvia supondría un alivio general.

Lo esencial ahora es combatir contra la enfermedad. Salvar a Teresa y cortar, detener, utilizando todos los medios, la progresión de la enfermedad. Eso lo primero. Pero también preparar y calmar a la sociedad. Y eso es tarea del Gobierno, que debe tener, debía haberlo tenido ya, una voz –la de Ana Mato, tras su lamentable actuación, ha quedado invalidada– que, desde la prudencia, el conocimiento y la mesura, informe e instruya a la población. Como hizo el doctor Badiola en aquello de las “vacas locas”, por ejemplo.

Pero para que esa voz llegue nítida, algunos bien podrían cesar en su algarabía. Y aquí entran voceros de todo pelaje e intención, pescadores en el revoltijo y agitadores a los que les vale todo con tal de derruir y asomar. La critica donde toca, donde puede resultar eficaz y para reparar los errores.

Sorprende que haya quien se pasee por una decena de medios clamando por qué no sabe ponerse un traje de protección en vez de emplear tal tiempo en aprender. En la confusión y el caos no ha sido baladí tampoco otro despropósito, este familiar.

Prohibir dar a conocer partes médicos respetando la voluntad de la enferma de Ébola, pero peregrinar su hermano de plató en plató como doctor-portavoz, o que sea una sindicalista quien haga el diagnóstico, que pareció terminal –y resultó hasta falso, pues no estaba intubada– y que se unía a la confusión general.

Mención especial y reflexión profunda habrá que hacer sobre nuestro propio papel. El de los medios de comunicación. Aún dejando aparte el desvarío en las redes, las manipulaciones y hasta la inaudita vesania de propagar supuestos casos de nuevos infectados, hasta con falsificaciones de documentos, han sucedido cosas en medios convencionales, entre profesionales supuestamente regidos por códigos deontológicos, que producen la mayor de la desolaciones y la peor de las vergüenzas.

La entrevista a la enferma, que no sabía ni quién la llamaba, para una televisión, cuando ya en ese momento estaba en una dramática situación –había dejado de comer– superó los límites de la decencia y la deontológica y alguien habría de responder por ello.

El alarde de presumir de que dos periodistas se habían colado en una zona restringida, peligrosa, donde hasta podría incurrir en riesgo no solo de infectarse ellos sino a su salida de propagar el virus a los demás es un hito más en la incuria e irresponsabilidad alcanzada en estos días.

La comunicación, sea publica o privada, ha de tener, porque la tiene per se, una función social y, por tanto, debe tener exigencia de una mínima responsabilidad. Pues bien, un caso como este, de extrema gravedad, lo que ha puesto al descubierto es la miseria moral y ética, la absoluta degradación en que estamos sumidos y que consideramos “normal”.

ANTONIO PÉREZ HENARES
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