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La Constitución ha muerto

Cada vez son más las voces que reivindican una nueva forma de hacer las cosas, un nuevo modelo de relación entre los poderes y el pueblo, en definitiva una Participación Ciudadana (con mayúsculas) en todos los asuntos que nos afectan como sociedad. Algunas de estas voces también piensan que para ello es necesario hacerlo con una nueva Constitución, puesto que la que ahora cumple 34 años ha perdido el latido, incluso algunos ya dicen que ha muerto, que cumplió su función en la transición y que poco a poco se le ha ido vaciando de contenido. 


Lo que debiera ser la norma suprema, solo defiende los intereses de los más poderosos, olvidándose de un pueblo que la vio nacer con entusiasmo. La Constitución Española de 1978 ha tenido solo dos reformas. La primera, en 1992, de puro trámite, relativa al ejercicio del derecho de sufragio de los extranjeros en elecciones municipales y la segunda y última, en 2011, para blindar las políticas europeas de ajuste presupuestario y colocar la devolución de la deuda a la banca como una cuestión prioritaria, por encima de los problemas reales de la ciudadanía. Un intento más para seguir contentando a los mercados, aumentando la confianza de éstos con un mensaje claro: lo primero que hay que pagar es la Deuda Pública, y si sobra, se pagarán las pensiones, la sanidad o la educación. 

Mientras la Constitución Española siga siendo papel mojado, que no vincule el comportamiento de nuestros gobernantes para el desempeño de los derechos que en ella se proclaman, sigamos con la farsa. Si es necesario podemos ir parcheándola, simulando que se adapta a los nuevos tiempos. 

De este modo, podremos eliminar la palabra ‘disminuidos’ que ya deja de utilizarse para referirnos a las personas discapacitadas, mientras ello no suponga comprometernos de una forma vinculante con la eliminación de todas las barreras que día a día soportan dichas personas. 

También la podremos actualizar, desde la perspectiva de género, eliminando la supremacía del varón en lo relativo a la sucesión de la Corona Española, siempre y cuando utilicemos algún atajo para no tener que celebrar un referéndum que ponga en evidencia la falta democrática de una Jefatura del Estado propia de épocas pasadas, por mucho que nos digan que se trata de una de las más baratas de Europa.

De la misma forma, podremos actualizar la organización territorial del Estado para avanzar en el Estado de las Autonomías, pero limitando convertirse en un Estado Federal e impidiendo de antemano las aventuras independentistas de algunas comunidades autónomas. Igualmente deberemos plasmar en la Constitución nuestra integración en la Unión Europea, pero dejando claro que nos referimos a la Europa del capital y los mercados y no a la Europa de los pueblos y sus derechos. 

Asimismo se podrá plantear la modificación del Senado como Cámara territorial, siempre y cuando no nos preguntemos sobre el resto de duplicidades de funciones y competencias en las diferentes administraciones y que la participación del pueblo siga siendo la misma: ‘votar cada cuatro años’ como la única vía soberana a la que pueda aspirar la ciudadanía. 

El tiempo nos dirá si al final continuamos con una Constitución sin reformas y sin validez o si ésta se somete a algunas de las operaciones de cirugía estética planteadas, en las que mejoremos su aspecto pero el contenido siga estando vacío. Mucho más difícil será que veamos una nueva Constitución en la que todos los derechos que en ella se reconozcan se apliquen obligatoriamente y permita responsabilizar a los gobiernos que no cumplen con los compromisos constitucionales. 

PEPE R. SILLERO
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